martes, 21 de julio de 2020

Primerizos



La noticia nos tomó por sorpresa. Tres meses antes, un respetado ginecólogo había diagnosticado  que a menos de que yo me operase, las posibilidades de salir embarazada eran casi nulas. Lamenté todos los años que me cuidé sin necesidad, pero me sentí muy en control de la situación.

Tres meses después, la biología se burló de la ciencia médica. Y de repente, Carlos y yo estábamos en medio de la centrífuga de una lavadora, violentamente sacudidos por miles de preguntas y miedos. Yo, que apenas había cargado a un bebé en mi vida y que jamás había puesto un pañal, estaba a meses de que mi vida cambiara de manera radical en esa dirección.  Emocionalmente para los dos el impacto fue enorme.

Parir era el otro tema que me inquietaba. Quería tener a mi bebé como lo han hecho millones de mujeres, pero mi aversión al dolor y mi impaciencia chocaban con las infinitas contracciones,  la dilatación del útero y todo lo demás…

Me hablaron de un curso de parto psicoprofiláctico. Por supuesto me inscribí. Empecé a practicar  respiraciones, posturas e hice todas las meditaciones y visualizaciones posibles que me garantizaran un parto sin dolor.

Por recomendación de la instructora del curso, Carlos también se involucró en este aprendizaje de contracciones, respiraciones y relajación. Pero en una clase viendo unos videos bastante elocuentes, se descompuso.  La instructora nos dijo que evaluáramos muy bien su presencia en el parto, porque podría desmayarse y complicar las cosas.

No hizo falta ninguna evaluación.  El médico decidió a última hora, una  cesárea programada porque el bebé no mostraba el menor interés en salir. Este cambio de planes echó por tierra todas nuestras expectativas sobre el parto, las respiraciones y los posibles desmayos de Carlos.

A la mañana siguiente, estábamos ya en la clínica pues a las 9 entraría a un quirófano. . Al igual que el bebé,  los médicos tampoco  estaban muy apurados. Finalmente entré en uno a las 10 de la noche.

Qué impacto fue entrar a ese quirófano y escuchar en una radio encendida a todo volumen, un éxito de Wilfredo Vargas…  Dios mío, qué mal gusto.   Para mí era impensable traer un bebé al mundo al ritmo de una orquesta de salsa dominicana.

Mientras el anestesista me ponía la epidural, el médico me susurró al oido:
-Mi amor no vas a sentir nada, te voy a cortar y  en menos de 10 minutos, vas a ver a tu bebé…
Qué poco me conocía este hombre.
Colocó su bisturí sobre mi panza y el grito retumbó en todo  el quirófano. Inmediatamente le ordenó al anestesista
-Pentotal!
A las dos horas me desperté sin tener noción de dónde estaba.
-Tuviste un bebé hermoso, me dijo una enfermera muy cariñosa.
-Un bebé?

Me llevaron a la habitación. No sé por qué me imaginé a un bebé placídamente dormido, envuelto en sábanas blancas como en un pesebre. En su lugar me encontré con un bebé con los ojos muy abiertos y embutido en un monito que a simple vista se notaba que le quedaba pequeño.

Carlos me lo acercó y el bebé me miró muy serio como esperando que le explicara qué  cuernos hacia él allí. Fue muy raro. Una enorme sensación de extrañeza me invadió. Yo no conocía a esa persona tan chiquita que me miraba fijamente. No sabía qué decirle. Empecé a buscar algunas palabras como para romper el hielo  y lo único que se me pasó por la cabeza fue presentarme, total, conocernos en el sentido literal, no nos conocíamos.
-Hola, mucho gusto, me llamo Ana María.

lunes, 13 de julio de 2020

Reparaciones

    Foto: Juan R. Velasco

   A mi prima Gisela por su ayuda.

Conchita  se quedó en Caracas en el geriátrico de las monjitas en Montalbán. No la querían mucho porque Conchita siempre tuvo un carácter muy difícil y porque además le encantaba el chisme. De hecho, fue un chisme lo que la expulsó, cual Eva del Paraíso.

Conchita me dijo cuando yo tendría algo así como 4 años, que a Cristo lo mataron los judíos. Y yo fui y se lo dije a mi papá, tal vez llevada por esa intuición tan femenina que me hizo sospechar que algo tendría que ver mi papá con los judíos.

En menos de 24 horas, Conchita se fue de casa. Allí empezó su peregrinaje que la llevó finalmente al geriátrico de las monjitas.

Pasó muchos años en una habitación alquilada en la casa de una “Hija de María” que a su vez tenía un hijo muy terrenal miembro de “Tradición, Familia y Propiedad”.

Conchita lo pasó fatal en esa tan católica casa. La saña y el maltrato del que fue víctima por parte del miembro del TFP fueron permanentes y muy humillantes. Hasta que un día no pudo más y se fue al geriátrico de las monjitas.
Muy católicas y muy pías, las monjitas tampoco se portaron bien con ella.

Conchita fue siempre una niñita asustada atrapada en el cuerpo de una adulta. Mi mamá me contó que su prima fue criada en Guiria de una manera muy extraña. Entre otras cosas, su mamá la alimentaba exclusivamente con papillas, porque supuestamente tenía los dientes blandos. Empezó a comer sólido cuando a los 20 años quedó huérfana y se mudó a Caracas con sus tíos, mis abuelitos. Todavía hoy no entiendo cómo tan pocas personas sintieron compasión por ella. Cómo no pudieron ver lo que era tan evidente…

Conchita  murió en el geriátrico. Y las monjitas ni siquiera se  molestaron en avisarle a mi prima que vive en Caracas de su fallecimiento. Nos enteramos dos meses después.

Y cómo murió? De qué murió? Las monjitas no dieron respuesta. Solo le dijeron que la enterraron en una fosa común en “La Peste”, el lugar más sórdido del Cementerio del Sur.

Viajé a Caracas y un viernes por la tarde con mi prima y su ayudante Oscarcito, fuimos al Cementerio para encontrar a Conchita y enterrarla con mis abuelos.

Ir  a “La Peste” fue como adentrarnos en el infierno del Dante,  pero en vez de descender, ascendimos, pues el cementerio del sur está a los pies de una montaña. “La Peste” esta justo en la cima . Dos camiones de sepultureros nos escoltaron, sin entender  qué hacíamos ahí, queriendo encontrar a alguien en  ese lugar horrible.

Cuando finalmente llegamos, el líder de los sepultureros nos pidió dos cosas: que permaneciéramos en el auto y que le describiéramos a la fallecida, para empezar a buscarla entre bolsas de basura y ataúdes de cartón, llenos de restos humanos. El hombre estaba muy optimista porque con apenas dos meses de muerta, sería fácil identificarla. No fue así.

Describí como 15 veces que era una señora mayor, blanca flaquita, de pelo negro… El sepulturero como que no registraba lo que yo le decía y volvía al auto con preguntas como… ¿tenía bigotes?, ¿era joven?…

Después de muchos intentos, resignado, el hombre me pidió que me bajara para agilizar la búsqueda y comprobé por el olor insoportable por qué a ese lugar lo llamaban “La Peste”. Tuve que asomarme a 4 o 5 ataúdes. Ninguno era Conchita. Uno de sus ayudantes trajo un destartalado ataúd de madera. Había allí una mujer mayor con un vestido de flores. Ese vestido me recordó a mi mamá.. No sé si esa mujer era Conchita, podría serlo. O no. Pero en ese momento comprendí que tenía que terminar con ese ritual delirante.

Descendimos a la civilización… Buscamos la tumba de mis abuelos. Enterramos a Conchita. O a otra, no sé.  A esas alturas de la tarde era ya un detalle menor. El líder de los sepultureros nos ofreció un trago de ron de la botella que compartía con sus compañeros. Lo acepté infinitamente agradecida.

Creo que cuando salimos del cementerio Gisela, Oscarcito y yo nos sentimos extrañamente felices de estar vivos. Para recomponernos y de alguna manera volver a la normalidad,  mi prima nos invitó a comer cachapas y batidos. Lo que yo más quería. Pero no sirvió de nada. Terminé a las horas, vomitándolo todo.