sábado, 27 de febrero de 2021

Catalina La Grande.


 Era una reina. Y como tal reinaba en las alturas, sentada en su trono frente a  la mesa del comedor en el último piso de un extraño edificio, allá en la lejanísima  Caracas. Desde allí cuidaba y defendía su reino y sus posesiones. Posesiones que a mi me parecían maravillosas y a las cuales directamente no tenía acceso.
 
Religiosamente la visitábamos los domingos por la tarde y siempre me esperaba con unas galletitas en forma de corazón que ella misma preparaba. Qué deliciosas eran esas galletitas… Pero no podía comérmelas a mi antojo. Había como una especie de acuerdo tácito entre todos para que yo no me excediera … entre 3 o 4 galletitas como máximo. No más… Qué pesadilla. Las galletitas de mis sueños y racionadas. 

Sin embargo, mi infierno dominical no terminaba ahí. Cuando la veía de lo más distraída hablando con mi mamá, yo salía corriendo a su cuarto para ver sus perfumes, contemplar sus joyas, jugar con sus carteras y con aquel espléndido mantón de Manila profusamente bordado. 

Y hasta ahí llegaba mi felicidad porque siempre más tarde o más temprano escuchaba a mi papá con su acento germánico llamarme…“Ana Marría sal del cuarto de tu abuela ya”, frase con la que se iniciaba el regaño de “cuántas veces tendré que decirte que a tu abuela no le gusta que entres en su cuarto”… Mil veces lo escuché. Toda mi infancia y mi adolescencia. Y yo incapaz de decirle a mi adorada reina de Corazones que era su súbdita más leal, la más entregada y que si fuera necesario, defendería su reino a capa y espada… Pero no. Nunca me atreví. Tampoco ella era muy afecta a las manifestaciones tropicales de cariño. Era alemana y eso ya lo explicaba todo.

Había cosas que me intrigaban de ella. Nunca hablaba de su pasado. Simplemente no existía y ella vivía como en un eterno presente estático, hierático, inconmovible, sentada en su trono y recibiendo las visitas de antemano concertadas. Era como si en esta vida, en la que me tocó conocerla, ella no hubiese tenido familia. Ni muertos. Ni pasado que recordar. 

Por supuesto y como corresponde  a una reina, siempre estaba vestida impecable, peinada de peluquería, con la manicura de las uñas perfectas y llena de sus joyas favoritas. Esas rutinas semanales las hacía cuando nadie la veía y salía acompañada por Alejandrina, su versión femenina y venezolana de Sancho Panza.  Sus invitados siempre llegábamos a la escena final. Ella impolutamente arreglada y muy  sentada en la mesa del comedor.  

Sin embargo lo que más me impactaba de ella era el contraste de su cuidada apariencia con la ferocidad de sus arrugas. Sé que estaba consciente de ellas porque uno de sus tesoros más preciados era una crema  carísima  de células de ovejas… Pero nada. Sus arrugas eran muy rebeldes…Sobre todo aquellas arrugas verticales que surcaban su rostro. ¿Qué gestos tuvo que hacer para crearle ese extraño mapa en la cara? ¿Qué emociones estarían detrás de esas arrugas tan profundas? 

Muchos años después de su muerte, supe algunos detalles de su historia. Fue hija única, muy mimada y con un carácter muy fuerte. Se casó  con Azer, seguramente un matrimonio acordado por los padres de ambos. Junto a su marido veterinario, sus 4 hijos y su madre se mudaron a Berlín. Allí nació su último hijo, mi papá. Y allí en 1939 decidieron huir de Alemania.  No había otra salida. Pero su madre, Paula Stern, no pudo viajar con ellos. No le otorgaron la visa para salir del país.  Catalina que así se llamaba mi abuela,  tuvo que dejar a su madre en Berlín, indefensa, anciana y sola ante la barbarie que le acechaba. 

En el listado de víctimas del campo de Terezin aparece una Paula Stern. Tal vez ese haya sido el destino final de mi bisabuela. No lo sé. Pero desde que conocí esta triste  historia comprendí  las arrugas, la fortaleza, el silencio y la grandeza de mi abuela Catalina.  

Ahora sí me atrevo a decirlo.
Majestad, rendida a sus pies por siempre.