miércoles, 12 de agosto de 2020

De lagartos, lagartones y lagartijas.

 

Tal vez en alguna vida pasada fui una  reptiliana. O algo más dramático: fui comida por algún lagarto. Lo cierto es que no me gustan los reptiles. Me dan mucho miedo. Casi es una fobia. O es una fobia en toda regla. Porque estos detestables personajes se comportan conmigo de la misma manera que un perro al que alguien le tiene miedo. Huelen mi adrenalina y los atraigo como un imán. Y lo que es todavía peor, mis pesadillas más recurrentes son con lagartos.

Hubo algún que otro incidente desagradable, pero nada traumático que explicase mi nivel de aversión y la frecuencia de las pesadillas.  Mi perrita Spooty una vez  cazó una lagartija y me la  puso en mi cama mientras dormía, pero nada más.

Y aún es más curioso porque una vez siendo adolescente y sin querer, pisé un sapo y lo maté. El susto y el asco fueron mayúsculos, porque además iba en sandalias y el sapo me quemó el pie. Sin embargo este accidente asqueroso e involuntario, no desembocó en fobia a los sapos. Ni mucho menos, en tener pesadillas con ellos. Por el contrario, me despertó una enorme compasión por esos animalitos.

Con los lagartos, lagartones y lagartijas la historia es muy diferente. Con los años, el miedo  y las pesadillas han ido en aumento, así como también algunas situaciones  muy reveladoras, que dan pistas de que hay algo muy extraño entre esos personajes y yo.

Un episodio bastante dramático ocurrió en  un hermoso hotel de  playa en Costa Rica. Yo estaba en un pasillo al aire libre hablando por teléfono con mi mamá, cuando de repente vi que un grupo de  unos 6 ó 7 lagartos entre grises y marrones venían corriendo en mi dirección. No me importó que fuera larga distancia la llamada. Solté el auricular, pegué un alarido de espanto y empecé a correr hasta que dí con un baño y me encerré en él. 

A los minutos me tocó la puerta el encargado del hotel pidiéndome disculpas por el incidente. Me explicó que ese hotel era un reservorio de iguanas y lagartos, que estos animales andaban libremente por todo el hotel, pero nunca había visto la escena de unos lagartos corriendo detrás de una persona. Todo lo contrario. Tienden a ser muy ariscos y alejarse de la gente. Por supuesto, hasta ahí llegó mi experiencia en ese hotel.

Otro episodio lo viví en una playa en Isla Larga. Salí del mar, caminé hacia mi toalla y de repente un montón de lagartijas de todos los colores vinieron corriendo en mi dirección, como a darme la bienvenida. Carlos que en esta ocasión estaba conmigo, no lo podía creer. Hermosas las lagartijas, pero qué horror. Otra vez el efecto imán.

Y más recientemente, una noche de lo más tranquila en nuestra casa de Buenos Aires, estaba en la mesa de la cocina coloreando mandalas. De repente sentí que algo cayó en mi cabeza. Inmediatamente me pasé la mano y vi en el cuaderno de mandalas una horrorosa lagartija blanca. Casi me muero del infarto. Lo único que pude hacer fue cerrar con violencia el libro de mandalas. Nunca más lo he vuelto a abrir. 


 

sábado, 8 de agosto de 2020

La noche de aquel viernes

 Fue el mismo viernes, pero ya a la noche. Atrás habían quedado La Peste, Conchita y mi enorme descompostura estomacal. Me esperaba un reencuentro con mis amigos de toda la vida, en la casa de mi querida comadre.

Esa noche fue como una versión libre del final de “El pez que fuma”, donde luego del velorio por la muerte de La Garza todo mutó en una fiesta, es decir, continuó la vida.

Mi vida también continuó y esa noche me tendría reservada una sorpresa muy linda. Invitaron a ese reencuentro a mi amada psiquiatra, a quien no veía desde hacia muchos años.

Luz Maya fue mi psiquiatra y la psiquiatra de media publicidad caraqueña. La amaba porque no solo era una excelente profesional, sino porque también tenía un humor increíble. Y esa es una de las virtudes que más valoro de las personas: la capacidad de reírse de sí mismas.

La conocí cuando vino la separación con José y yo me sentía mega culpable de todo. Me acuerdo que la llamé y le dije que estaba a punto de convertirme en un zapato si no me atendía esa misma tarde.

Luz Maya se rió y abrió un hueco en su apretada agenda para atenderme. Esa misma tarde caí rendida de amor hacia su forma de encarar los problemas. Ella me ayudó mucho con su “terapia de cogniciones” y con su manera tan particular de quitarle drama a todas las situaciones a través de un humor casi exquisito.

Volver a verla fue por supuesto,  una alegría inmensa. Me preguntó por mi vida en Buenos Aires y si me estaba tratando con algún profesional. No le hablé de mi experiencia con una psicóloga freudiana, con la que me estuve tratando durante 4 años sin mayores resultados. Y cómo durante todo ese tiempo y en simultáneo, antes de verla, me iba con mi amiga Viviana a Montechingolo, un barrio deprimidísimo del Gran Buenos Aires, a tener una sesión con  Marta, una bruja con mucho prestigio, que no tenía tarifa y que me decía lo mismo que la psicóloga, pero con otro vocabulario.

Creo que a Leonor, que así se llamaba la psicóloga, este contrapunto de opiniones con una bruja de Montechingolo, le debería dar por el hígado. Nuestra relación, como era de esperarse, terminó con una discusión. Con la bruja, fue la policía la que se encargó de cortar nuestros encuentros semanales.  

Pero eso era mucho pasado, cuando esa noche me vi con Luz Maya. Sí le conté en cambio y con evidente entusiasmo, que estaba tratándome  en ese momento con una psicóloga transpersonal que insistía en profundizar en mi escandalosa claustrofobia.

-Transpersonal… qué es eso? Nunca lo había oído.
Le dije que era una tendencia muy reciente y que tal vez no habría llegado todavía a Caracas. Mi psiquiatra se reía a carcajadas, viendo mi esfuerzo por hacerle entender en qué consistía la famosa transpersonalidad de mi terapia…
Lamentablemente no fui muy clara, creo que yo tampoco lo tenía claro.

Lo que sí me dijo con rotunda claridad, fue una frase que todavía hoy recuerdo:  
-Por favor, nunca le digas a ningún profesional que en algún momento yo te di de alta.