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sábado, 27 de febrero de 2021

Catalina La Grande.


 Era una reina. Y como tal reinaba en las alturas, sentada en su trono frente a  la mesa del comedor en el último piso de un extraño edificio, allá en la lejanísima  Caracas. Desde allí cuidaba y defendía su reino y sus posesiones. Posesiones que a mi me parecían maravillosas y a las cuales directamente no tenía acceso.
 
Religiosamente la visitábamos los domingos por la tarde y siempre me esperaba con unas galletitas en forma de corazón que ella misma preparaba. Qué deliciosas eran esas galletitas… Pero no podía comérmelas a mi antojo. Había como una especie de acuerdo tácito entre todos para que yo no me excediera … entre 3 o 4 galletitas como máximo. No más… Qué pesadilla. Las galletitas de mis sueños y racionadas. 

Sin embargo, mi infierno dominical no terminaba ahí. Cuando la veía de lo más distraída hablando con mi mamá, yo salía corriendo a su cuarto para ver sus perfumes, contemplar sus joyas, jugar con sus carteras y con aquel espléndido mantón de Manila profusamente bordado. 

Y hasta ahí llegaba mi felicidad porque siempre más tarde o más temprano escuchaba a mi papá con su acento germánico llamarme…“Ana Marría sal del cuarto de tu abuela ya”, frase con la que se iniciaba el regaño de “cuántas veces tendré que decirte que a tu abuela no le gusta que entres en su cuarto”… Mil veces lo escuché. Toda mi infancia y mi adolescencia. Y yo incapaz de decirle a mi adorada reina de Corazones que era su súbdita más leal, la más entregada y que si fuera necesario, defendería su reino a capa y espada… Pero no. Nunca me atreví. Tampoco ella era muy afecta a las manifestaciones tropicales de cariño. Era alemana y eso ya lo explicaba todo.

Había cosas que me intrigaban de ella. Nunca hablaba de su pasado. Simplemente no existía y ella vivía como en un eterno presente estático, hierático, inconmovible, sentada en su trono y recibiendo las visitas de antemano concertadas. Era como si en esta vida, en la que me tocó conocerla, ella no hubiese tenido familia. Ni muertos. Ni pasado que recordar. 

Por supuesto y como corresponde  a una reina, siempre estaba vestida impecable, peinada de peluquería, con la manicura de las uñas perfectas y llena de sus joyas favoritas. Esas rutinas semanales las hacía cuando nadie la veía y salía acompañada por Alejandrina, su versión femenina y venezolana de Sancho Panza.  Sus invitados siempre llegábamos a la escena final. Ella impolutamente arreglada y muy  sentada en la mesa del comedor.  

Sin embargo lo que más me impactaba de ella era el contraste de su cuidada apariencia con la ferocidad de sus arrugas. Sé que estaba consciente de ellas porque uno de sus tesoros más preciados era una crema  carísima  de células de ovejas… Pero nada. Sus arrugas eran muy rebeldes…Sobre todo aquellas arrugas verticales que surcaban su rostro. ¿Qué gestos tuvo que hacer para crearle ese extraño mapa en la cara? ¿Qué emociones estarían detrás de esas arrugas tan profundas? 

Muchos años después de su muerte, supe algunos detalles de su historia. Fue hija única, muy mimada y con un carácter muy fuerte. Se casó  con Azer, seguramente un matrimonio acordado por los padres de ambos. Junto a su marido veterinario, sus 4 hijos y su madre se mudaron a Berlín. Allí nació su último hijo, mi papá. Y allí en 1939 decidieron huir de Alemania.  No había otra salida. Pero su madre, Paula Stern, no pudo viajar con ellos. No le otorgaron la visa para salir del país.  Catalina que así se llamaba mi abuela,  tuvo que dejar a su madre en Berlín, indefensa, anciana y sola ante la barbarie que le acechaba. 

En el listado de víctimas del campo de Terezin aparece una Paula Stern. Tal vez ese haya sido el destino final de mi bisabuela. No lo sé. Pero desde que conocí esta triste  historia comprendí  las arrugas, la fortaleza, el silencio y la grandeza de mi abuela Catalina.  

Ahora sí me atrevo a decirlo.
Majestad, rendida a sus pies por siempre. 

lunes, 30 de noviembre de 2020

Hola, Pirámide del Sol?

A mi papá lo operaron dos veces de la misma hernia discal.
La primera intervención fue todo un éxito. La segunda, no lo fue tanto.

Para celebrar que todo había salido bien en la que luego sabríamos que fue su primera operación, mi papá se regaló un viaje a NY, su ciudad favorita. Lamentablemente una tarde lluviosa se cayó. Y dónde se golpeó? A los tres meses estaba de vuelta en el quirófano con la espalda y el ánimo muy complicados.

Yo en esa época me había convertido en una especie de “madre sustituta” de mi papá . Vivía preocupadísima por él, como si fuera un niño. Y él qué decía? Se reía de semejante disparate. Pero yo como si nada.  Ante tamaña distorsión, cualquier cosa era posible. Y lo fue.

Los resultados de la segunda operación fueron un desastre, al mezclarse magistralmente tres ingredientes explosivos: la negligencia médica, la depresión de mi papá y la locura de su supuesta madre, es decir yo.

La internación que estaba estipulada para 4 días se convirtió en semanas La única certeza que teníamos era que cada día en la clínica significaba muchísimo dinero. Y nuestra situación económica no era la mejor. Qué hacemos? Cómo afrontamos este problema? Obviamente tomando la solución más coherente.

Días antes una amiga me lo había recomendado. Llamé de inmediato al hombre. Me pidió los datos de mi papá: su fecha de nacimiento y el año. Su estatura, su peso. La ubicación exacta de los discos afectados  por la hernia y luego de hacer una evaluación solar de su caso, me llamaría.

A los dos días me llamó y me pidió que le llevara a su consultorio un interior de mi papá, una bandeja de madera y una fuente de vidrio lo suficientemente grande para sumergir en ella  el interior y poder corroborar el diagnóstico  solar y elaborar una estrategia.

Esperé ansiosa nuestro próximo encuentro donde me explicaría las acciones a seguir para que mi papá pudiera salir airoso de la clínica.

-Hay que hacer una conexión con la Pirámide del Sol.
-Con la Pirámide del Sol, en México?
-Sí, la misma. Su papá tiene una deficiencia de luz muy aguda en la columna que avanza por todo su cuerpo y solo una conexión directa con una fuente energética poderosa podrá salvarlo.
-Y cuándo hará esa conexión?
-Hoy mismo.
-Y los resultados?
-A partir de mañana comienza la recuperación de su papá.

Además de la bandeja, el recipiente de cristal y el interior de mi papa,  la conexión con la Pirámide y el tiempo implicado en ello no fueron gratis. Yo pagué lo que tenía que pagar.

48 horas después le detectaron a mi papá una Salmonelosis galopante. Volví a mi casa desesperada. Llamé al hombre y le conté lo que estaba pasando.  

-Me conecto de inmediato, me dijo
-No hay problemas con la diferencia horaria?
-No. Me conecto ya. El caso es urgente. Llámeme en media hora.
-Así haré.

-Con quién hablabas? Me preguntó mi marido.
Le conté angustiada que estaba esperando la respuesta de la Pirámide.
-Cuál Pirámide?

Media hora después no llamé a nadie. Tampoco me llamaron para darme una respuesta. Mi papá gracias a Dios, salió de la clínica luego de otras dos semanas sin la ayuda energética que me habían prometido. La vida continuó y  mi papá ni se enteró de que le faltaba un calzoncillo.  







viernes, 16 de octubre de 2020

Sombras Tenebrosas


 Llegó un día en el que mis abuelitos se vinieron abajo. Literalmente. Dejaron de vivir en la planta alta de la casa y se instalaron con nosotros. La razón? La salud de ambos se había desplomado.

Fue muy duro para todos por lo repentino de los acontecimientos. Un día mi adorada abuelita Lila, se sintió muy mal. Siempre había sufrido del estómago. Pero sus padecimientos estomacales desembocaron en la palabra prohibida: cáncer.

Por supuesto, yo ni sabía lo que era eso. Tampoco me lo dijeron. Solo supe que mi adorada abuelita un día ya no estaba en la casa. Y no volvió.

Ese fin de semana mi papá me llevó al departamento de Ruth y Paco. Pasé con ellos dos días hermosos. Me acuerdo que Ruth me regaló un extraño y maravilloso libro “Historia de las Religiones Orientales”. Quedé fascinada con las ilustraciones. A partir de ese libro, decidí cambiarme el nombre a Shiva…

Pero el fin de semana terminó. Siempre terminan. Y cuando regresé a la casa, mi mamá salió a recibirme en el jardín con un lindo vestido de flores que había comprado en Nueva York. Ese vestido me encantaba. Pero la noticia que acompañó a ese vestido fue muy triste. Mi abuela Lila había muerto. Mis padres me habían ahorrado la noticia,  el funeral, el entierro. Y estoy segura de que mi mamá escondió todo su dolor y su tristeza detrás de ese hermoso vestido que se había puesto para recibirme.

Mi abuelo Yea como yo lo llamaba,  se quedó solo en la planta baja con nosotros. Empezó su caída. No pudo con la muerte de su compañera de toda la vida. Por las noches hacía un ruido extrañísimo con los dientes que no nos dejaba dormir. A mi mamá la confundía con su hermana Juanita, la mamá de Conchita, y cuando le decía que no era Juanita sino su hija Flor, mi abuelo se disculpaba muy cariñosamente por el equívoco. No servía de mucho, a los minutos volvía a llamarla Juanita.

A mi perrita Milú la llamaba “Pescado Frito” y de mí, ni se acordaba. Pero eso sí,  cuando mi mamá le decía que yo era su nieta, la cara de mi abuelo se iluminaba y daba gracias a Dios de tener una nietita tan linda. Yo también le  daba gracias a Dios. Al menos, en medio de la debacle, yo lograba vislumbrar rastros de su infinita ternura, esa que tanto amaba de él.

Al poco tiempo también falleció, consumido por el dolor de la muerte de su adorada Lila.

En esa época tan triste de mi vida, mi mamá y yo veíamos en la tele Sombras Tenebrosas, la historia de un vampiro que vagaba por el tiempo buscando a su amada.
 
Algo parecido a la historia final de mi abuelito Yea. Solo que Barnabás Collins era un vampiro y Jesús Garcia Lezama siempre fue un poeta.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Llegaron los indios!!!!

El 15 de Julio, de 1967,  dos semanas  antes de esta historia  y en Miami, una Miss Venezuela, Mariela Pérez Branger,  quedó a milímetros de ser coronada Miss Universo. Dos semanas, una eternidad en términos de información. Pero eran los lejanísimos años 60' y no había transmisiones en directo. Así que tuvimos que esperar. 

Yo no sé si la noticia de la nueva Miss Universo tuvo mucha difusión en la prensa local, me imagino que no, porque el resultado no fue my feliz, arrebatándole por un voto el cetro de la belleza universal a nuestra digna representante. 

Lo que sí sé con certeza absoluta, es que la  noche del 29 de julio de 1967 yo me sentía inmensamente feliz cenando frente al televisor acompañada por mi perrita Milú y la empleada de aquel entonces en mi casa, la plural -porque a todo le agregaba una “s”- Bertas Bellos de Jiménez,  para ver el concurso de belleza más importante del universo. 

Me acuerdo que mis papás estaban en el living negociando con un tapicero italiano el precio para retapizar los muebles del recibo. Y también, que mi mamá entró un momento en la salita de la televisión para preguntarnos si ya había comenzado el desfile. Para todos, esa retransmisión del Miss Universo era algo muy importante. Lo estábamos viendo y estaba sucediendo.

Pero la felicidad nos duró apenas 35 minutos. A las 8:05 de la noche un ruido extrañísimo nos arrancó del embeleso. Yo corrí inmediatamente a buscar a mi papá para darle la noticia. Estaba segurísima. Ese ruido no podía ser otra cosa: “llegaron los indios, llegaron los indios”…  Mi papá me cargó nada más verme y yo me solté para cargar a mi perrita Milú. A los indios había que recibirlos como corresponde, y mi amada Milusita tenia que estar conmigo.

De repente me di cuenta de que todo se movía a nuestro alrededor, mientras  mi mamá estaba paralizada aferrada al marco de la puerta de la casa y mi papá trataba de soltarla. En cuestión de segundos todo se convirtió en caos y  aquello se trataba de cualquier cosa menos de la llegada de indios, que yo me los imaginaba al mejor estilo del “Llanero Solitario".

Mi papá nos abrió la puertas de su auto y corrió con Bertas Bellos de Jiménez a buscar en la parte de arriba de la casa a mis abuelitos y a sus invitadas, que estaban cenando luego de una tarde de canasta, cuando empezó el terremoto.

Cómo llegaron a sus respectivas casas María Velazquez y Doll Nuñez, las sempiternas y muy viejitas amigas de mi abuela Lila, no lo sé. La tercera invitada, Gioconda Yoris, lo tuvo más fácil porque era nuestra vecina.  Sí sé que en  menos de 5 minutos, en el Mercedes Benz de mi papa nos encontrábamos mis abuelitos, mis papás y yo como en medio de una película de zombis vivientes. Escuchábamos gritos, llantos, gente corriendo sin rumbo de un lado para el otro...

Yo, sin embargo, estaba muy preocupada porque mi papá en esa especie de  división territorial improvisada, ubicó a Bertas Bellos de Jiménez y a mi amada Milú en el auto de mi mamá. A mí ese vejestorio de los años 50 rosa y vainilla, no me parecía confiable. Y más cuando luego del caos inicial, cayó un diluvio de dimensiones “universales” en toda Caracas.

Dentro del auto, mi papá intentaba captar una emisora de radio para encontrar información. Nada. Era 1967. De repente paró de llover y vino el silencio. Qué hacemos? Entramos? Dormimos aquí? Mi papá fue a ver cómo estaban Bertas Bellos de Jiménez y Milú. Había entrado agua en el vejestorio rosa y vainilla.

Ahí decidió que todos volveríamos a la casa. A dormir en el living con las puertas abiertas.  No pudo ser. El tapicero se había llevado todos los muebles. Tuvimos que dormir en las habitaciones. Yo dormí. Tenía apenas 6 años.

El domingo fue un día tristísimo. De a poco, nos fuimos enterando de las dimensiones del terremoto. De los muertos. De las historias trágicas. Y de las huellas que por muchos años nos marcaron a todos los que vivimos esa traumática noche del sábado 29 de Julio de 1967.

A partir de ese domingo dejé de ver “El Llanero Solitario" y empecé a odiarlo. No pasó lo mismo con el Miss Venezuela, el Miss Universo, el Miss Princesita, el Miss Mundo… A mí también me habría encantado ser una reina de belleza.


martes, 1 de septiembre de 2020

El regalo más grande.

      Foto tomada por @charlysarti en el Antiguo Cementerio Judío de Berlín

 Mi papá siempre me hizo hermosos regalos. Cuando viajaba, algo que hacía con mucha frecuencia, me traía de todo. Era como una especie de Navidad que vivía a destiempo, porque además siempre acertaba con mis gustos y  con las tallas. Todo me quedaba perfecto.

Los regalos de cumple también eran importantes. Me acuerdo que para mis siete años,  me regaló un semanario. 7 pulseras iguales de oro reluciente, que cada una representaba un día de la semana. Lisas, minimalistas. sin arabescos, ni adornos. Las amé profundamente.

Pero el regalo más significativo de todos, me lo dio a los 18 años:  una estrella de David. Yo que fui bautizada, confirmada y que a los 8 años hice mi Primera Comunión imbuida del más profundo sentimiento católico, recibía 12 años después, una infinitamente deseada estrella de David de manos de mi papá.

Con la aprobación de mi abuela Catalina y de toda su familia, mi papá se convirtió para casarse con mi mamá por la iglesia. Creo que también lo hizo para que sus futuros hijos, fueran criados bajo el manto de la religión católica. Una medida preventiva, absolutamente comprensible proviniendo de una familia que, gracias a todas las fuerzas cósmicas,  pudo huir en 1939 de la Alemania nazi y salvarse del horror.

Como a partir de mis 12 años,  comencé a recriminarle  el por qué no había sido criada bajo la religión judía. Nunca me habló de lo complicado que se vuelve el asunto teniendo una madre católica,  pero durante mucho tiempo  sentí que se me había negado una cultura y una tradición que deseaba fervorosamente abrazar.

Entonces que mi papá al cumplir mi mayoría de edad me regalara una estrella de David, era como si finalmente me reconociera como una igual a él. Tan judía como él.

Desde ese día la estrella de David me acompañó siempre. Y adquirió más valor cuando mucho tiempo después de ese regalo, mi papá me hizo una reveladora confesión:
-No quise que vivieras  ni un solo segundo lo que yo viví por ser judío.

Fue solo eso.  Algo muy corto. Pero bastó para que yo vislumbrara el dolor tan inmenso que vivió él y toda su familia por practicar la religión “equivocada”. Y también, para comprobar su infinito  amor.

Después de muchos años, en Buenos Aires, unos ladrones entraron en nuestra casa. Me robaron las joyas. Entre ellas mi semanario y mi estrella de David. Pero el mayor regalo de mi papá nadie me lo puede robar.

 




 

miércoles, 12 de agosto de 2020

De lagartos, lagartones y lagartijas.

 

Tal vez en alguna vida pasada fui una  reptiliana. O algo más dramático: fui comida por algún lagarto. Lo cierto es que no me gustan los reptiles. Me dan mucho miedo. Casi es una fobia. O es una fobia en toda regla. Porque estos detestables personajes se comportan conmigo de la misma manera que un perro al que alguien le tiene miedo. Huelen mi adrenalina y los atraigo como un imán. Y lo que es todavía peor, mis pesadillas más recurrentes son con lagartos.

Hubo algún que otro incidente desagradable, pero nada traumático que explicase mi nivel de aversión y la frecuencia de las pesadillas.  Mi perrita Spooty una vez  cazó una lagartija y me la  puso en mi cama mientras dormía, pero nada más.

Y aún es más curioso porque una vez siendo adolescente y sin querer, pisé un sapo y lo maté. El susto y el asco fueron mayúsculos, porque además iba en sandalias y el sapo me quemó el pie. Sin embargo este accidente asqueroso e involuntario, no desembocó en fobia a los sapos. Ni mucho menos, en tener pesadillas con ellos. Por el contrario, me despertó una enorme compasión por esos animalitos.

Con los lagartos, lagartones y lagartijas la historia es muy diferente. Con los años, el miedo  y las pesadillas han ido en aumento, así como también algunas situaciones  muy reveladoras, que dan pistas de que hay algo muy extraño entre esos personajes y yo.

Un episodio bastante dramático ocurrió en  un hermoso hotel de  playa en Costa Rica. Yo estaba en un pasillo al aire libre hablando por teléfono con mi mamá, cuando de repente vi que un grupo de  unos 6 ó 7 lagartos entre grises y marrones venían corriendo en mi dirección. No me importó que fuera larga distancia la llamada. Solté el auricular, pegué un alarido de espanto y empecé a correr hasta que dí con un baño y me encerré en él. 

A los minutos me tocó la puerta el encargado del hotel pidiéndome disculpas por el incidente. Me explicó que ese hotel era un reservorio de iguanas y lagartos, que estos animales andaban libremente por todo el hotel, pero nunca había visto la escena de unos lagartos corriendo detrás de una persona. Todo lo contrario. Tienden a ser muy ariscos y alejarse de la gente. Por supuesto, hasta ahí llegó mi experiencia en ese hotel.

Otro episodio lo viví en una playa en Isla Larga. Salí del mar, caminé hacia mi toalla y de repente un montón de lagartijas de todos los colores vinieron corriendo en mi dirección, como a darme la bienvenida. Carlos que en esta ocasión estaba conmigo, no lo podía creer. Hermosas las lagartijas, pero qué horror. Otra vez el efecto imán.

Y más recientemente, una noche de lo más tranquila en nuestra casa de Buenos Aires, estaba en la mesa de la cocina coloreando mandalas. De repente sentí que algo cayó en mi cabeza. Inmediatamente me pasé la mano y vi en el cuaderno de mandalas una horrorosa lagartija blanca. Casi me muero del infarto. Lo único que pude hacer fue cerrar con violencia el libro de mandalas. Nunca más lo he vuelto a abrir. 


 

sábado, 8 de agosto de 2020

La noche de aquel viernes

 Fue el mismo viernes, pero ya a la noche. Atrás habían quedado La Peste, Conchita y mi enorme descompostura estomacal. Me esperaba un reencuentro con mis amigos de toda la vida, en la casa de mi querida comadre.

Esa noche fue como una versión libre del final de “El pez que fuma”, donde luego del velorio por la muerte de La Garza todo mutó en una fiesta, es decir, continuó la vida.

Mi vida también continuó y esa noche me tendría reservada una sorpresa muy linda. Invitaron a ese reencuentro a mi amada psiquiatra, a quien no veía desde hacia muchos años.

Luz Maya fue mi psiquiatra y la psiquiatra de media publicidad caraqueña. La amaba porque no solo era una excelente profesional, sino porque también tenía un humor increíble. Y esa es una de las virtudes que más valoro de las personas: la capacidad de reírse de sí mismas.

La conocí cuando vino la separación con José y yo me sentía mega culpable de todo. Me acuerdo que la llamé y le dije que estaba a punto de convertirme en un zapato si no me atendía esa misma tarde.

Luz Maya se rió y abrió un hueco en su apretada agenda para atenderme. Esa misma tarde caí rendida de amor hacia su forma de encarar los problemas. Ella me ayudó mucho con su “terapia de cogniciones” y con su manera tan particular de quitarle drama a todas las situaciones a través de un humor casi exquisito.

Volver a verla fue por supuesto,  una alegría inmensa. Me preguntó por mi vida en Buenos Aires y si me estaba tratando con algún profesional. No le hablé de mi experiencia con una psicóloga freudiana, con la que me estuve tratando durante 4 años sin mayores resultados. Y cómo durante todo ese tiempo y en simultáneo, antes de verla, me iba con mi amiga Viviana a Montechingolo, un barrio deprimidísimo del Gran Buenos Aires, a tener una sesión con  Marta, una bruja con mucho prestigio, que no tenía tarifa y que me decía lo mismo que la psicóloga, pero con otro vocabulario.

Creo que a Leonor, que así se llamaba la psicóloga, este contrapunto de opiniones con una bruja de Montechingolo, le debería dar por el hígado. Nuestra relación, como era de esperarse, terminó con una discusión. Con la bruja, fue la policía la que se encargó de cortar nuestros encuentros semanales.  

Pero eso era mucho pasado, cuando esa noche me vi con Luz Maya. Sí le conté en cambio y con evidente entusiasmo, que estaba tratándome  en ese momento con una psicóloga transpersonal que insistía en profundizar en mi escandalosa claustrofobia.

-Transpersonal… qué es eso? Nunca lo había oído.
Le dije que era una tendencia muy reciente y que tal vez no habría llegado todavía a Caracas. Mi psiquiatra se reía a carcajadas, viendo mi esfuerzo por hacerle entender en qué consistía la famosa transpersonalidad de mi terapia…
Lamentablemente no fui muy clara, creo que yo tampoco lo tenía claro.

Lo que sí me dijo con rotunda claridad, fue una frase que todavía hoy recuerdo:  
-Por favor, nunca le digas a ningún profesional que en algún momento yo te di de alta.

martes, 21 de julio de 2020

Primerizos



La noticia nos tomó por sorpresa. Tres meses antes, un respetado ginecólogo había diagnosticado  que a menos de que yo me operase, las posibilidades de salir embarazada eran casi nulas. Lamenté todos los años que me cuidé sin necesidad, pero me sentí muy en control de la situación.

Tres meses después, la biología se burló de la ciencia médica. Y de repente, Carlos y yo estábamos en medio de la centrífuga de una lavadora, violentamente sacudidos por miles de preguntas y miedos. Yo, que apenas había cargado a un bebé en mi vida y que jamás había puesto un pañal, estaba a meses de que mi vida cambiara de manera radical en esa dirección.  Emocionalmente para los dos el impacto fue enorme.

Parir era el otro tema que me inquietaba. Quería tener a mi bebé como lo han hecho millones de mujeres, pero mi aversión al dolor y mi impaciencia chocaban con las infinitas contracciones,  la dilatación del útero y todo lo demás…

Me hablaron de un curso de parto psicoprofiláctico. Por supuesto me inscribí. Empecé a practicar  respiraciones, posturas e hice todas las meditaciones y visualizaciones posibles que me garantizaran un parto sin dolor.

Por recomendación de la instructora del curso, Carlos también se involucró en este aprendizaje de contracciones, respiraciones y relajación. Pero en una clase viendo unos videos bastante elocuentes, se descompuso.  La instructora nos dijo que evaluáramos muy bien su presencia en el parto, porque podría desmayarse y complicar las cosas.

No hizo falta ninguna evaluación.  El médico decidió a última hora, una  cesárea programada porque el bebé no mostraba el menor interés en salir. Este cambio de planes echó por tierra todas nuestras expectativas sobre el parto, las respiraciones y los posibles desmayos de Carlos.

A la mañana siguiente, estábamos ya en la clínica pues a las 9 entraría a un quirófano. . Al igual que el bebé,  los médicos tampoco  estaban muy apurados. Finalmente entré en uno a las 10 de la noche.

Qué impacto fue entrar a ese quirófano y escuchar en una radio encendida a todo volumen, un éxito de Wilfredo Vargas…  Dios mío, qué mal gusto.   Para mí era impensable traer un bebé al mundo al ritmo de una orquesta de salsa dominicana.

Mientras el anestesista me ponía la epidural, el médico me susurró al oido:
-Mi amor no vas a sentir nada, te voy a cortar y  en menos de 10 minutos, vas a ver a tu bebé…
Qué poco me conocía este hombre.
Colocó su bisturí sobre mi panza y el grito retumbó en todo  el quirófano. Inmediatamente le ordenó al anestesista
-Pentotal!
A las dos horas me desperté sin tener noción de dónde estaba.
-Tuviste un bebé hermoso, me dijo una enfermera muy cariñosa.
-Un bebé?

Me llevaron a la habitación. No sé por qué me imaginé a un bebé placídamente dormido, envuelto en sábanas blancas como en un pesebre. En su lugar me encontré con un bebé con los ojos muy abiertos y embutido en un monito que a simple vista se notaba que le quedaba pequeño.

Carlos me lo acercó y el bebé me miró muy serio como esperando que le explicara qué  cuernos hacia él allí. Fue muy raro. Una enorme sensación de extrañeza me invadió. Yo no conocía a esa persona tan chiquita que me miraba fijamente. No sabía qué decirle. Empecé a buscar algunas palabras como para romper el hielo  y lo único que se me pasó por la cabeza fue presentarme, total, conocernos en el sentido literal, no nos conocíamos.
-Hola, mucho gusto, me llamo Ana María.

lunes, 13 de julio de 2020

Reparaciones

    Foto: Juan R. Velasco

   A mi prima Gisela por su ayuda.

Conchita  se quedó en Caracas en el geriátrico de las monjitas en Montalbán. No la querían mucho porque Conchita siempre tuvo un carácter muy difícil y porque además le encantaba el chisme. De hecho, fue un chisme lo que la expulsó, cual Eva del Paraíso.

Conchita me dijo cuando yo tendría algo así como 4 años, que a Cristo lo mataron los judíos. Y yo fui y se lo dije a mi papá, tal vez llevada por esa intuición tan femenina que me hizo sospechar que algo tendría que ver mi papá con los judíos.

En menos de 24 horas, Conchita se fue de casa. Allí empezó su peregrinaje que la llevó finalmente al geriátrico de las monjitas.

Pasó muchos años en una habitación alquilada en la casa de una “Hija de María” que a su vez tenía un hijo muy terrenal miembro de “Tradición, Familia y Propiedad”.

Conchita lo pasó fatal en esa tan católica casa. La saña y el maltrato del que fue víctima por parte del miembro del TFP fueron permanentes y muy humillantes. Hasta que un día no pudo más y se fue al geriátrico de las monjitas.
Muy católicas y muy pías, las monjitas tampoco se portaron bien con ella.

Conchita fue siempre una niñita asustada atrapada en el cuerpo de una adulta. Mi mamá me contó que su prima fue criada en Guiria de una manera muy extraña. Entre otras cosas, su mamá la alimentaba exclusivamente con papillas, porque supuestamente tenía los dientes blandos. Empezó a comer sólido cuando a los 20 años quedó huérfana y se mudó a Caracas con sus tíos, mis abuelitos. Todavía hoy no entiendo cómo tan pocas personas sintieron compasión por ella. Cómo no pudieron ver lo que era tan evidente…

Conchita  murió en el geriátrico. Y las monjitas ni siquiera se  molestaron en avisarle a mi prima que vive en Caracas de su fallecimiento. Nos enteramos dos meses después.

Y cómo murió? De qué murió? Las monjitas no dieron respuesta. Solo le dijeron que la enterraron en una fosa común en “La Peste”, el lugar más sórdido del Cementerio del Sur.

Viajé a Caracas y un viernes por la tarde con mi prima y su ayudante Oscarcito, fuimos al Cementerio para encontrar a Conchita y enterrarla con mis abuelos.

Ir  a “La Peste” fue como adentrarnos en el infierno del Dante,  pero en vez de descender, ascendimos, pues el cementerio del sur está a los pies de una montaña. “La Peste” esta justo en la cima . Dos camiones de sepultureros nos escoltaron, sin entender  qué hacíamos ahí, queriendo encontrar a alguien en  ese lugar horrible.

Cuando finalmente llegamos, el líder de los sepultureros nos pidió dos cosas: que permaneciéramos en el auto y que le describiéramos a la fallecida, para empezar a buscarla entre bolsas de basura y ataúdes de cartón, llenos de restos humanos. El hombre estaba muy optimista porque con apenas dos meses de muerta, sería fácil identificarla. No fue así.

Describí como 15 veces que era una señora mayor, blanca flaquita, de pelo negro… El sepulturero como que no registraba lo que yo le decía y volvía al auto con preguntas como… ¿tenía bigotes?, ¿era joven?…

Después de muchos intentos, resignado, el hombre me pidió que me bajara para agilizar la búsqueda y comprobé por el olor insoportable por qué a ese lugar lo llamaban “La Peste”. Tuve que asomarme a 4 o 5 ataúdes. Ninguno era Conchita. Uno de sus ayudantes trajo un destartalado ataúd de madera. Había allí una mujer mayor con un vestido de flores. Ese vestido me recordó a mi mamá.. No sé si esa mujer era Conchita, podría serlo. O no. Pero en ese momento comprendí que tenía que terminar con ese ritual delirante.

Descendimos a la civilización… Buscamos la tumba de mis abuelos. Enterramos a Conchita. O a otra, no sé.  A esas alturas de la tarde era ya un detalle menor. El líder de los sepultureros nos ofreció un trago de ron de la botella que compartía con sus compañeros. Lo acepté infinitamente agradecida.

Creo que cuando salimos del cementerio Gisela, Oscarcito y yo nos sentimos extrañamente felices de estar vivos. Para recomponernos y de alguna manera volver a la normalidad,  mi prima nos invitó a comer cachapas y batidos. Lo que yo más quería. Pero no sirvió de nada. Terminé a las horas, vomitándolo todo.

martes, 16 de junio de 2020

La muerte de Afrodita


A veces la vida es muy generosa y nos da  la oportunidad de enderezar entuertos emocionales. De esa generosidad me di cuenta  algún tiempo después de la muerte de Afrodita.

Afrodita se murió en mi mano mientras la revisaba. Estaba enferma. Tenía los párpados muy inflamados. Y esa mañana en mi mano, vi cómo al abrir su boca de manera extraña, lanzó un profundo estertor de dolor y ya.  Afrodita  se quedó tiesa. Había sufrido un infarto fulminante.

La enterramos con todos los honores en una de las hermosas plantas de nuestra terraza mexicana. De inmediato corrimos a la tienda de mascotas en busca de un nuevo compañero para Aquiles. Presentíamos que sin Afrodita, Aquiles podría morir pronto de tristeza o de aburrimiento.

Por suerte la tienda de mascotas quedaba cerca y el reemplazo  de Afrodita se llamó Maximus. Una tortuga de agua bastante grande para el tamaño promedio de esos animalitos.

Qué alivio. En menos de 24 horas, restituido el orden de las cosas. Un poco de pena por Afrodita,  pero bueno, cariño tuvo hasta que exhaló su último suspiro.

Con el tiempo, Aquiles, el fuerte Aquiles también enfermó. Se le hincharon los párpados y los ojitos se le empezaron a cerrar.

Esta vez, tomamos cartas en el asunto. Aquiles no iba a tener el mismo final trágico de Afrodita. Nos pusimos a buscar en la enormidad de Ciudad de México  una veterinaria especializada en tortugas. Y gracias a Dios la encontramos.

Lupita no era veterinaria. Era periodista. Pero de tanto rescatar animales abandonados en el DF se especializó en salvar pájaros, culebras, cocodrilos, tortugas… De hecho nos encontramos con ella en una tienda de mascotas llevando a su casa una enorme cacatúa que se arrancaba las plumas de su increíble cresta.
-Claro, la dejaron sola y se hace daño. Nos dijo Lupita.
Ella sabía cómo salvarla.

Lupita nos pidió que le lleváramos las dos tortugas y le  contamos la triste historia de Afrodita, Nos corroboró su infarto y nos habló de la enfermedad que la mató y que estaba comenzando a padecer Aquiles y tal vez hasta el propio Maximus: Avitaminosis. Se les hinchan los párpados. Y ante la imposibilidad de ver, muchas  tortugas se deprimen a tal punto que se suicidan. 

-Se suicidan ?
-Sí. Se dan vuelta y dejan de respirar. 

Otras, mueren de un infarto.

Aquiles y su amigo Maximus se hospitalizaron en la casa de Lupita con una sola condición: que los visitáramos mientras durara el tratamiento.  Así hicimos. Todos los domingos atravesábamos el DF para ver la recuperación  de Aquiles y el crecimiento exponencial de Maximus.

Finalmente Aquiles y Maximus fueron dados de alta. Lupita nos explicó cómo cuidarlos. Qué darles de comer y qué no. La temperatura del agua. Todo, absolutamente todo para que nuestras tortugas fueran felices.

Y fueron muy felices y crecieron muchísimo y de tan agradecidas que estaban por su nueva vida, desarrollaron conductas más cercanas a perritos que a tortugas. En fin, las tortugas son muy raras….

Lupita también fue feliz. La ultima vez que la vimos nos comentó que se iba a Estados Unidos contratada por una compañía muy importante.  La protectora de las mascotas extrañas se fue de México.  Al poco tiempo nosotros también nos fuimos. 

Aquiles y Maximus también dejaron el DF  y se fueron a Michoacán con Fausta, previo juramento de que los dos morirían de viejos, tranquilos en su pecera y no convertidos en un  pastel de tortuga.

lunes, 1 de junio de 2020

Erundina y el miedo



Durante unos años quise ser una señora cheta, o pija, o fresa. Pero nada. No lo pude lograr. Aunque reconozco que estuve muy cerca de alcanzar el objetivo.

Regresamos a Buenos Aires y fuimos a vivir a un piso. No a un departamento. A un piso con ascensor privado, en medio del barrio de  Belgrano. Qué glamour y qué derroche de elegancia me había tocado en suerte.

El piso era, como le corresponde a cualquier piso que se precie de tal, un piso enorme, con unas vistas increíbles. Unos espacios gigantes. Luz a raudales. Felicidad plena.

Y el ascensor… El ascensor dorado estaba lleno de espejos y podía verme desde todos los ángulos posibles. Además  subía y bajaba los 12 pisos muy relajada porque siempre estaba en la entrada o un vigilante o el portero.  Es decir, ante cualquier posible eventualidad, alguien, de manera diligente vendría en mi auxilio… Qué más podría pedir una claustrofóbica como yo? El cielo, en forma de ascensor.

En ese paraíso terrenal, había un lugar que me causaba cierta inquietud. El cuarto de servicio no me gustaba. Había solo un viejo armario, pero algo andaba mal allí. Me sentía incómoda.

Una mañana, de pasada para prepararme el desayuno la vi en ese cuarto. Estaba sentada al borde de una cama poniéndose unas botas. No me vio. Yo sí. Y el grito se escuchó en todo el edificio.

“Un fantasma en el cuarto de servicio? Impensable Ana” me dijo Carlos… “Tal vez estabas muy dormida. Y lo soñaste. O te lo imaginaste”. Tal vez. Pero no.

A partir de ahí, mi paraíso terrenal se convirtió en otra cosa. La presencia de esa mujer, descolocó completamente mis intenciones  de los primeros meses.

Sentía su presencia. Me miraba. Estaba allí y  me lo hacía saber. Llamaba mi atención. Hasta que llegó un punto en que no pude más con mi miedo.

Lo hablé con el portero que llevaba trabajando allí más de 30 años. Y cuando le conté  mi experiencia en el cuarto de servicio me relató la historia.

Erundina que así se llamaba, murió en ese cuarto. Sola. Su cuñado y su hermana, los dueños del piso, murieron muchos años antes.  Los familiares lejanos la enterraron de inmediato. El piso se cerró. Y después de un tiempo, se volvió a abrir para nosotros.

Pero, por qué la veía yo y nadie más? Mi homeópata me dio la respuesta. Ella tiene miedo y tú también. El miedo te permite verla. Ella quiere aferrarse a la vida, pero tiene que partir. Y te ha elegido a ti  para hacerlo.

Pasó el tiempo y una tarde de nuevo  la sentí a mi lado. Esta vez no tuve miedo. Le hablé. Un calor extraño recorrió todo mi cuerpo y se fue apagando lentamente. Respiré aliviada. Erundina se había ido. Ella  se liberó y yo también.



jueves, 28 de mayo de 2020

Patria




Después de muchos años de negarme en rotundo, finalmente en Ciudad de México obtuve la nacionalidad alemana. No tuve que renunciar a mi nacionalidad venezolana, pero tener un pasaporte alemán, era como jugar en las ligas mayores. 

Así que con mi nuevo pasaporte en la mano me sentí sumamente feliz. Sin embargo había algo que ensombrecía mi felicidad. No sabía hablar alemán. Y cómo podría ser alemana si no dominaba el idioma? 

La vida me escuchó y en menos de tres meses, estaba en Buenos Aires sentada en un pupitre, comprometida hasta los huesos con la lengua de Goethe...

Pero una cosa son los deseos y otra muy distinta, la realidad.


Pasé 4 años en el intento. Leer, leía. Entender, entendía. Pero organizar mi cerebro para poner el verbo al final, se me hacía muy cuesta arriba. Tardaba infinitos minutos en construir una frase. En responder. 

Escribí cartas en alemán a mi familia que nunca envié. Leí ávidamente Der Spiegel y Bunte. Escuché a los Beatles en su época de Hamburgo. Ví “La caída” con subtítulos en alemán y nada. El idioma se me escapaba del cerebro.

Pero en una clase en que leíamos testimonios sobre la caída del muro y la reunificación alemana sucedió el milagro, cuando el profesor de turno soltó la pregunta:
Qué es la Patria para ustedes?

Luego buscándome con la mirada, personalizó la pregunta:
Qué es la Patria para tí Ana María?
Y ahí viv
  la Epifanía . De inmediato vino Dios y me iluminó. En perfecto alemán y de la manera más natural le dije:

Die Heimat is del Ort, an dem mein Sohn glücklich ist. 

La Patria es el lugar donde mi hijo es feliz.


miércoles, 20 de mayo de 2020

El Bosco y el encanto de las historias bizarras.



En el documental sobre El Bosco "El jardín de los sueños"el ensayista Cees Noteboom habla de la fascinación que ha ejercido la obra del Bosco, que se remonta muchos años antes de la Revolución Francesa y se mantuvo después de ella, del marxismo, e incluso después de Auschwitz... Antes y después de muchos horrores, El Jardín de las Delicias sigue silenciosamente, invitándonos a "pensar lo impensable". Ejerciendo su poder de seducción igual y con la misma fuerza con la que cautivó a Felipe II que lo quizo en su cuarto real, para que lo acompañara en su lecho de muerte.

Luego en una conferencia en el Prado, le escuché decir a Pilar Silva, comisaria de la exposición por los 500 años  de su nacimiento, que específicamente en "El Jardín de las Delicias" El Bosco pintó lo que pintó  para enseñarnos algo, para que nos diéramos cuenta del horror de los desenfrenos de la carne en el Purgatorio y hacia dónde nos conducían tales desenfrenos.

Y reconoció Silva, no sin una cuota de humor, que a pesar de su enorme esfuerzo moralizante, el Bosco describió tan bien y tan detalladamente el purgatorio, que a la mayoría nos ha importado muy poco a dónde nos pudiese llevar. Y parece que siempre sucedió igual. Nos atrae la locura, la sinrazón y el caos. 

Lo bizarro y lo oscuro, la guerra y el conflicto, la anarquía y el desorden parecieran triunfar  con más facilidad que la paz. 

Lamentablemente para muchos, la paz es aburrida.

Los sinsabores del desarraigo o dónde está mi casa. (Segunda Parte de la Segunda Pre Diáspora)




Lo primero que me mató al llegar a Buenos Aires fue el tono imperativo de los verbos. Yo que venía del “mi amor” acompañado de cualquier verbo en subjuntivo, es decir invitando a mi interlocutor a algo probable, llegué al universo de los mandatos: vení, sentate, andate, pagá.... 

Me parecieron tan ásperos los porteños. Extrañaba el tono afectuoso del Caribe, el contacto físico, el ají dulce. Puesta a extrañar, extrañaba todo. 

Al año volví de vacaciones a Caracas. Y al regreso, otra vez la nostalgia enorme. A mis amigos, a la familia, a los sabores, a los colores. 

Pero como dijo Woody Allen, el corazón es un órgano muy flexible. Y a los dos años, cuando de nuevo fui a Caracas en busca del elixir de la felicidad, algo pasó.

Estaba en un maravilloso coctel en la terraza del Museo de Arte Contemporáneo, en el atardecer. Desde esa terraza contemplaba San Agustín, la autopista y a pesar de que no era la mejor vista, la belleza de Caracas superaba esos detalles menores. Tal vez fuera el color del trópico que es muy generoso. Y yo estaba allí, envuelta en esa luz mágica, con una copa de vino blanco en la mano, hablando con mis amigos. Feliz. 



De repente sentí un enorme cansancio y me dieron ganas de volver a mi casa. Y la casa que visualicé fue mi departamento en Buenos Aires. Me quedé helada.

Después de dos años, finalmente me había ido de Venezuela. Y mi estómago, o mi corazón o mi cerebro, o todos juntos, lo supieron antes que yo. A partir de ese momento empecé a sentir lo que es ser una extranjera en mi propio país. Para ser honesta, no me gustó. Pero esa sensación también me dio la libertad y la certeza de poder crear mi casa en cualquier lugar del mundo donde quisiera hacerlo. Y ahora gracias a esa rotunda certeza, tengo unas alas enormes.

sábado, 16 de mayo de 2020

La Segunda Oleada de la Pre - Diáspora






Digamos que, por decir algo, yo soy hija del Pacto de Puntofijo. 

Nací 3 años después del 23 de Enero de 1958 y dos meses después de la Constitución de 1961.

Viví muchos de los vaivenes de la 4ta República…

Viví la alternancia AD-Copey. Viví la euforia petrolera y las hombreras de Carlos Andrés. El Nuevo Dorado de Puerto Ordaz. La nacionalización del petróleo. Los arbolitos de Navidad importados de Canadá. La Venezuela Saudita…

Viví la legendaria devaluación de Luis Herrera, el Viernes Negro. El auge de las galerías de arte. Lusinchi, Blanca Ibáñez…. Y de nuevo Carlos Andrés. El Caracazo. El “por ahora” de Chávez. Y el gobierno de transición de Ramón J. Velázquez. Hasta ahí llegué….


Mi historia personal de Venezuela se acabó  en Octubre de 1993, cuando partí rumbo a Buenos Aires, convencida de que al año siguiente estaría de regreso en mi amado país. De eso, hace casi ya 30 años.
 

Y digo también, por decir algo, que formé parte de la Segunda Oleada de la Pre Diáspora. La primera se vivió a mediados de los ochenta con la compulsión de Miami y el famoso “dame dos”…. Ahí se fueron un montón de venezolanos. 

Creo que fue a finales de los ochenta cuando vino la Segunda Oleada… Esta tenía otros matices, con respecto a la primera pre diáspora… Ya no era tanto el amor desmesurado por Miami, sino la necesidad de vivir nuevas experiencias en ciudades más ciudades que Caracas. Entonces, muchos de mis conocidos se mudaron a Nueva York, otros a Chicago, a San Francisco…
 

Yo pertenezco a esa segunda oleada. Y no porque quisiera irme de Venezuela. Nada más lejos de mi. Sino porque a Carlos le ofrecieron trabajo en Buenos Aires y mi adorado papá se alegró muchísimo por esa oportunidad que nos ofrecía la vida…. Así que el 24 de Octubre de 1993 junto con mi mamá, Mabel, y Gabriel partimos para Argentina. De alguna manera la muerte repentina de mi papá  me hizo fácil la transición. Algo más fuerte que los dos nos separó.  Y mi mamá se vino conmigo.
 

En uno de los primeros viajes a Caracas, una tarde coincidí con Nestor Caballero y me llevó a  la Librería del Ateneo. Allí me recomendó especialmente un libro “El País según Cabrujas”.  Sus artículos semanales publicados en el Diario de Caracas de 1991 a 1992. Es decir, los últimos años de mi vida en Venezuela.
 

Desde ese día de la Librería del  Ateneo, el libro de Cabrujas me ha acompañado. Es mi Biblia. Y aquí lo tengo a mi lado. Cuando yo no sé hacia dónde voy…. Cuando la realidad me supera, vuelvo a las páginas de ese libro. Me dicen de dónde vengo. Quién era. Cómo era el país que yo viví.  Y  eso me da un poco de tranquilidad. 

lunes, 20 de mayo de 2019

Como perros y gatos (pero los de antes)


 Muchas cosas han cambiado en estos últimos 10, 20, 30 años. . Pero en estos  días he tomado conciencia de un cambio actitudinal muy notorio,  que sin embargo creo que  para la gran mayoría es absolutamente normal. Y es el comportamiento que tienen de un tiempo a esta parte los perros con los gatos y los gatos con los perros. Qué relaciones más armónicas. Qué buen rollo. Qué felicidad compartida...

No sé, en verdad que estoy muy confundida con el asunto, porque cuando yo era chiquita allá en la remota Caracas, los perros se llevaban fatal con los gatos y viceversa. Eran unas peleas infernales, acompañadas de unos alaridos escalofriantes, tanto de las mascotas como de sus dueños....
Y eso, parece que  ha cambiado sustancialmente.

No es que me encanten las peleas, ni abogo por el odio infinito... Nada más lejos de mi... Pero qué pasó? Cuándo cambió el paradigma? Será que este pasado enfrentamiento fue un subproducto de la guerra fría?  O tal vez un efecto muy colateral y subliminal del famoso  ¨divide y vencerás¨, en versión caribeña?

No sé, pero  como aparentemente ya, ni lo uno ni lo otro tienen efecto, pues dejemos la farsa , habrán pensado las mascotas, y volvamos a la normalidad. Es decir, a las buenas, pacíficas y normales relaciones, donde nadie quiere ni vencer, ni dominar, ni morder, ni arañar al otro...

Reconozco que también he llegado a pensar que esta armonía es más bien una ¨fake news¨ producto de facebookeros solitarios o de instagrameros hippies, que nos quieren vender una versión agiornada del ¨peace and love¨sesentero....

Sea lo que sea, celebro esta extraña paz mascotil, que se extiende a pajaritos, tortugas, lagartijas y hasta caimanes que de un tiempo a esta parte se han vuelto , digámoslo de alguna manera, muy ¨human friendly. ¨Y eso, como vienen las cosas,  se agradece.



jueves, 13 de febrero de 2014

La otra Maga

Te comencé a llamar así muchos años después de leer Rayuela. Evidentemente no eras como la Maga cortazariana. No le escribías cartas a Rocamadur. Ni vivías en París. Pero no hizo falta. Tu fuiste una maga por tu enorme corazón y tu fortaleza infinita.

Cuando pequeña, fuiste "mi prima salvajesta"
porque a las dos nos gustaba la lucha libre. Luego con los años, me encantaban las historias que me contabas de gente que yo ni conocía. Daba igual. Lo que me fascinaba era esa forma tan tuya de gesticular, de crear tensión, de mirarme, mientras fumabas o te arreglabas el pelo. Disfrutabas con mis preguntas, te reías, hacías acotaciones. Eras para mí como una especie de Sherezade andina, incorrectísima, punzante y corrosiva.

Fuiste la sobrina preferida de mi tía Erika. Eras tan indómita como ella. Y esa extraña mezcla, esa personalidad tuya, avasalladora y humilde también me sedujo a mi. Por esa energía que tenías,
esa honestidad a prueba de balas y esa increíble integridad con la que viviste siempre.

En este mundo de fantoches e incoherentes. De falsos y acomodaticios, tú fuiste una rara avis. Una persona íntegra y genuina. Diáfana y rotunda. Sin parapetos. Y para mi fortuna además, mi prima amada.

domingo, 19 de enero de 2014

Chivo que se devuelve...

Creo que primero vino la sabiduría popular y luego apareció en los libros de autoayuda. 

Una de las cosas más tóxicas que uno puede llegar a hacer, es tomar una decisión y luego arrepentirse. Yo, experta en arrepentimientos postreros, creo que a finales del año pasado aprendí la lección.
Me comprometí a ir a un lugar. Llegué. Hice una rápida y prejuiciada evaluación del mismo y decidí devolverme. Cuando salí nuevamente del metro, me di cuenta del error. Supe que detrás de esa reacción había muchas cosas... Media hora después, me esguincé un tobillo. 

Tal vez fue la influencia de Mercurio, que cuando está retrógrado nos manda aplastantes lecciones. Pero las reminiscencias de las lecturas de Osho, Coelho, Bucay, Chopra y tantos otros, me trajeron a la memoria una verdad tan simple como contundente: tomar una decisión y no creer en ella nos hace daño.
En mi caso, devolverme me costó un esguince... Y corrí con suerte. Porque de acuerdo al dicho popular de mi país, otros se "esnucan"

jueves, 13 de septiembre de 2012

Aprendizajes


…De lamparitas, plantas y otras hierbas.

Este domingo se quemó la lamparita de la heladera (o nevera, o refri, es igual). Y ese detalle, tal vez insignificante para algunos, a mi me resulta altamente depresivo.  Eso de abrir la heladera y encontrarme con la noche misma, me incomoda sobremanera. Lo primero que hice el lunes fue averiguar dónde podría conseguir una lamparita nueva y recuperar prontamente la felicidad perdida.

¿De 15 o de 25 watts? Me preguntó el vendedor. Mmmm ... De 25... (Por aquello de que más es mejor que menos). Y así, en tiempo récord, con la satisfacción de haber resuelto una buena parte del problema,  salí de la ferretería dispuesta a restablecer mi equilibrio electrodoméstico.  Incluso, hasta me resultó fácil colocarla.

Pero a veces las cosas no salen como uno se las imagina. Anoche la heladera sufrió un corto y amaneció como muerta. ¿Qué pasó? La dichosa lamparita era de un voltaje mayor y la heladera, como mucho, soportaba una de 15. Qué mensaje contundente, pensé. Algo parecido me ha pasado muchas veces en otras áreas de mi vida...Como por ejemplo, con las plantas.

Yo amo las plantas. Nada en este mundo me gusta más que sembrar plantitas, verlas crecer y sentirme a resguardo en mi selva personal. Pero tengo un problema: a muchas de ellas las he regado en exceso. Y las pobres se ahogan y se pudren. Lamentablemente he perdido la cuenta de la cantidad de plantas lindas y hermosas que por la obsesión de regarlas a cada rato, se me ponen mustias, llenas de hongos y terminan muriéndose. Obviamente cuando esto pasa, el bajón de energía es peor que cuando el refri entra en corto por exceso de watts.

Hace miles de años y en otro terreno mucho más complicado, un amigo me alertó sobre el problema, pero yo en ese momento no lo entendí. Incluso me enojé mucho con él, porque me pareció un exabrupto de su parte. Mi novio de aquel entonces, a quien yo quería mucho, terminó la relación y yo estaba desconsolada. Entonces hablando del tema con mi amigo, éste me soltó así nomás esta frase lapidaria: fulano te dejó porque lo asfixiabas.

Me ha costado años entrelazar la cantidad de situaciones, momentos y experiencias que se me han ahogado, asfixiado o achicharrado por excesos. Se podría decir que he adolecido de una fuerte excesividad. De cualquier índole, pero desmesura a fin de cuentas. Y los excesos no son recomendables. Porque como muy sabiamente dijo Mier van der Rohe (y parece que se puede aplicar a todo) menos es más… Espero por lo pronto, que con las plantitas y los watts, haya aprendido la lección.


jueves, 23 de agosto de 2012

Vergüenza ajena


Las corridas de toros nunca me gustaron. Pero lo que hasta hace poco era sólo un rechazo teórico, lo confirmé luego de haber vivido una tarde de toros, en la que comprobé que no hay espectáculo más cruel e injusto, sangriento y humillante, que el desequilibrado enfrentamiento entre un hombre y un toro herido.  
 
Todavía impactada por la experiencia, el domingo siguiente leí en el diario El País un artículo firmado por el escritor Rafael Sánchez Ferlosio titulado “Patrimonio de la Humanidad" en el que exponía con argumentos bastante sólidos su rechazo y abominación por la tauromaquia.

Pero claro, hablar de los toros en España es como mostrar la soga en la casa del ahorcado. Por eso a la semana siguiente y haciendo gala de una enorme equidad editorial, El País publicó esta vez un artículo en defensa de la gran Fiesta Nacional, escrita nada más y nada menos que por el mismísimo Premio Nóbel, Mario Vargas Llosa, titulado “La “barbarie” taurina”. Una apasionada defensa de los toros y un cuestionamiento a los argumentos expuestos por  Sánchez Ferlosio.

Por suerte había guardado el artículo y volví a releerlo. Y mientras éste me siguió pareciendo actual y contundente, el de Vargas Llosa -a pesar de estar escrito brillantemente- me pareció débil.

Porque lo más interesante del texto de Sánchez Ferlosio es que su crítica no se centra en la defensa de los animales, ni en el valor histórico que los toros representan.  Su descargo hace foco en el hombre. En esa actitud arrogante y soberbia del torero frente al toro, en esa pelea que descaradamente no es de igual a igual. En la que hay ventajismo, se manipula, se debilita y se hiere al contrincante. Y además, se celebra. Por eso termina su texto de manera tan rotunda: Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de una vez no es por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”

Por su parte Vargas Llosa transita otros argumentos. Reconoce la violencia del espectáculo taurino pero considera que prohibirlo, sería “un atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, de libros y de ideas”.  A pesar de esta comparación, extrema por demás, lo que Vargas Llosa sabe (al igual que lo sabemos todos los que hemos ido a una plaza de toros), es que haya o no prohibición, la tauromaquia tiene sus horas contadas. Que cada día el toreo va perdiendo más adeptos y que de manera vertiginosa se va convirtiendo en una atracción marginal y poco rentable, para gente de otra época.  Porque las plazas de toro sobreviven gracias a la oleada de turistas curiosos que van por única vez y que terminan huyendo ante algo que no se puede entender cómo sigue existiendo.

Y eso no tiene que ver con libertad. Tiene más que ver con que el mundo cambió. Porque a pesar de tanto arte y tanta parafernalia, la crueldad del toreo es inocultable. Y cada vez somos más los que no la toleramos. Aunque nos la quieran vender como muy poética. Porque finalmente después de una tarde de toros, uno termina experimentando ese extraño y difícil sentimiento  que Sánchez Ferlosio describe en su artículo y que no es otra cosa que vergüenza de los hombres.