miércoles, 30 de septiembre de 2020

Llegaron los indios!!!!

El 15 de Julio, de 1967,  dos semanas  antes de esta historia  y en Miami, una Miss Venezuela, Mariela Pérez Branger,  quedó a milímetros de ser coronada Miss Universo. Dos semanas, una eternidad en términos de información. Pero eran los lejanísimos años 60' y no había transmisiones en directo. Así que tuvimos que esperar. 

Yo no sé si la noticia de la nueva Miss Universo tuvo mucha difusión en la prensa local, me imagino que no, porque el resultado no fue my feliz, arrebatándole por un voto el cetro de la belleza universal a nuestra digna representante. 

Lo que sí sé con certeza absoluta, es que la  noche del 29 de julio de 1967 yo me sentía inmensamente feliz cenando frente al televisor acompañada por mi perrita Milú y la empleada de aquel entonces en mi casa, la plural -porque a todo le agregaba una “s”- Bertas Bellos de Jiménez,  para ver el concurso de belleza más importante del universo. 

Me acuerdo que mis papás estaban en el living negociando con un tapicero italiano el precio para retapizar los muebles del recibo. Y también, que mi mamá entró un momento en la salita de la televisión para preguntarnos si ya había comenzado el desfile. Para todos, esa retransmisión del Miss Universo era algo muy importante. Lo estábamos viendo y estaba sucediendo.

Pero la felicidad nos duró apenas 35 minutos. A las 8:05 de la noche un ruido extrañísimo nos arrancó del embeleso. Yo corrí inmediatamente a buscar a mi papá para darle la noticia. Estaba segurísima. Ese ruido no podía ser otra cosa: “llegaron los indios, llegaron los indios”…  Mi papá me cargó nada más verme y yo me solté para cargar a mi perrita Milú. A los indios había que recibirlos como corresponde, y mi amada Milusita tenia que estar conmigo.

De repente me di cuenta de que todo se movía a nuestro alrededor, mientras  mi mamá estaba paralizada aferrada al marco de la puerta de la casa y mi papá trataba de soltarla. En cuestión de segundos todo se convirtió en caos y  aquello se trataba de cualquier cosa menos de la llegada de indios, que yo me los imaginaba al mejor estilo del “Llanero Solitario".

Mi papá nos abrió la puertas de su auto y corrió con Bertas Bellos de Jiménez a buscar en la parte de arriba de la casa a mis abuelitos y a sus invitadas, que estaban cenando luego de una tarde de canasta, cuando empezó el terremoto.

Cómo llegaron a sus respectivas casas María Velazquez y Doll Nuñez, las sempiternas y muy viejitas amigas de mi abuela Lila, no lo sé. La tercera invitada, Gioconda Yoris, lo tuvo más fácil porque era nuestra vecina.  Sí sé que en  menos de 5 minutos, en el Mercedes Benz de mi papa nos encontrábamos mis abuelitos, mis papás y yo como en medio de una película de zombis vivientes. Escuchábamos gritos, llantos, gente corriendo sin rumbo de un lado para el otro...

Yo, sin embargo, estaba muy preocupada porque mi papá en esa especie de  división territorial improvisada, ubicó a Bertas Bellos de Jiménez y a mi amada Milú en el auto de mi mamá. A mí ese vejestorio de los años 50 rosa y vainilla, no me parecía confiable. Y más cuando luego del caos inicial, cayó un diluvio de dimensiones “universales” en toda Caracas.

Dentro del auto, mi papá intentaba captar una emisora de radio para encontrar información. Nada. Era 1967. De repente paró de llover y vino el silencio. Qué hacemos? Entramos? Dormimos aquí? Mi papá fue a ver cómo estaban Bertas Bellos de Jiménez y Milú. Había entrado agua en el vejestorio rosa y vainilla.

Ahí decidió que todos volveríamos a la casa. A dormir en el living con las puertas abiertas.  No pudo ser. El tapicero se había llevado todos los muebles. Tuvimos que dormir en las habitaciones. Yo dormí. Tenía apenas 6 años.

El domingo fue un día tristísimo. De a poco, nos fuimos enterando de las dimensiones del terremoto. De los muertos. De las historias trágicas. Y de las huellas que por muchos años nos marcaron a todos los que vivimos esa traumática noche del sábado 29 de Julio de 1967.

A partir de ese domingo dejé de ver “El Llanero Solitario" y empecé a odiarlo. No pasó lo mismo con el Miss Venezuela, el Miss Universo, el Miss Princesita, el Miss Mundo… A mí también me habría encantado ser una reina de belleza.


martes, 1 de septiembre de 2020

El regalo más grande.

      Foto tomada por @charlysarti en el Antiguo Cementerio Judío de Berlín

 Mi papá siempre me hizo hermosos regalos. Cuando viajaba, algo que hacía con mucha frecuencia, me traía de todo. Era como una especie de Navidad que vivía a destiempo, porque además siempre acertaba con mis gustos y  con las tallas. Todo me quedaba perfecto.

Los regalos de cumple también eran importantes. Me acuerdo que para mis siete años,  me regaló un semanario. 7 pulseras iguales de oro reluciente, que cada una representaba un día de la semana. Lisas, minimalistas. sin arabescos, ni adornos. Las amé profundamente.

Pero el regalo más significativo de todos, me lo dio a los 18 años:  una estrella de David. Yo que fui bautizada, confirmada y que a los 8 años hice mi Primera Comunión imbuida del más profundo sentimiento católico, recibía 12 años después, una infinitamente deseada estrella de David de manos de mi papá.

Con la aprobación de mi abuela Catalina y de toda su familia, mi papá se convirtió para casarse con mi mamá por la iglesia. Creo que también lo hizo para que sus futuros hijos, fueran criados bajo el manto de la religión católica. Una medida preventiva, absolutamente comprensible proviniendo de una familia que, gracias a todas las fuerzas cósmicas,  pudo huir en 1939 de la Alemania nazi y salvarse del horror.

Como a partir de mis 12 años,  comencé a recriminarle  el por qué no había sido criada bajo la religión judía. Nunca me habló de lo complicado que se vuelve el asunto teniendo una madre católica,  pero durante mucho tiempo  sentí que se me había negado una cultura y una tradición que deseaba fervorosamente abrazar.

Entonces que mi papá al cumplir mi mayoría de edad me regalara una estrella de David, era como si finalmente me reconociera como una igual a él. Tan judía como él.

Desde ese día la estrella de David me acompañó siempre. Y adquirió más valor cuando mucho tiempo después de ese regalo, mi papá me hizo una reveladora confesión:
-No quise que vivieras  ni un solo segundo lo que yo viví por ser judío.

Fue solo eso.  Algo muy corto. Pero bastó para que yo vislumbrara el dolor tan inmenso que vivió él y toda su familia por practicar la religión “equivocada”. Y también, para comprobar su infinito  amor.

Después de muchos años, en Buenos Aires, unos ladrones entraron en nuestra casa. Me robaron las joyas. Entre ellas mi semanario y mi estrella de David. Pero el mayor regalo de mi papá nadie me lo puede robar.