jueves, 23 de agosto de 2012

Vergüenza ajena


Las corridas de toros nunca me gustaron. Pero lo que hasta hace poco era sólo un rechazo teórico, lo confirmé luego de haber vivido una tarde de toros, en la que comprobé que no hay espectáculo más cruel e injusto, sangriento y humillante, que el desequilibrado enfrentamiento entre un hombre y un toro herido.  
 
Todavía impactada por la experiencia, el domingo siguiente leí en el diario El País un artículo firmado por el escritor Rafael Sánchez Ferlosio titulado “Patrimonio de la Humanidad" en el que exponía con argumentos bastante sólidos su rechazo y abominación por la tauromaquia.

Pero claro, hablar de los toros en España es como mostrar la soga en la casa del ahorcado. Por eso a la semana siguiente y haciendo gala de una enorme equidad editorial, El País publicó esta vez un artículo en defensa de la gran Fiesta Nacional, escrita nada más y nada menos que por el mismísimo Premio Nóbel, Mario Vargas Llosa, titulado “La “barbarie” taurina”. Una apasionada defensa de los toros y un cuestionamiento a los argumentos expuestos por  Sánchez Ferlosio.

Por suerte había guardado el artículo y volví a releerlo. Y mientras éste me siguió pareciendo actual y contundente, el de Vargas Llosa -a pesar de estar escrito brillantemente- me pareció débil.

Porque lo más interesante del texto de Sánchez Ferlosio es que su crítica no se centra en la defensa de los animales, ni en el valor histórico que los toros representan.  Su descargo hace foco en el hombre. En esa actitud arrogante y soberbia del torero frente al toro, en esa pelea que descaradamente no es de igual a igual. En la que hay ventajismo, se manipula, se debilita y se hiere al contrincante. Y además, se celebra. Por eso termina su texto de manera tan rotunda: Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de una vez no es por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”

Por su parte Vargas Llosa transita otros argumentos. Reconoce la violencia del espectáculo taurino pero considera que prohibirlo, sería “un atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, de libros y de ideas”.  A pesar de esta comparación, extrema por demás, lo que Vargas Llosa sabe (al igual que lo sabemos todos los que hemos ido a una plaza de toros), es que haya o no prohibición, la tauromaquia tiene sus horas contadas. Que cada día el toreo va perdiendo más adeptos y que de manera vertiginosa se va convirtiendo en una atracción marginal y poco rentable, para gente de otra época.  Porque las plazas de toro sobreviven gracias a la oleada de turistas curiosos que van por única vez y que terminan huyendo ante algo que no se puede entender cómo sigue existiendo.

Y eso no tiene que ver con libertad. Tiene más que ver con que el mundo cambió. Porque a pesar de tanto arte y tanta parafernalia, la crueldad del toreo es inocultable. Y cada vez somos más los que no la toleramos. Aunque nos la quieran vender como muy poética. Porque finalmente después de una tarde de toros, uno termina experimentando ese extraño y difícil sentimiento  que Sánchez Ferlosio describe en su artículo y que no es otra cosa que vergüenza de los hombres.