Las corridas de toros nunca me gustaron. Pero lo que hasta
hace poco era sólo un rechazo teórico, lo confirmé luego de haber vivido una
tarde de toros, en la que comprobé que no hay espectáculo más cruel e injusto,
sangriento y humillante, que el desequilibrado enfrentamiento entre un hombre y
un toro herido.
Todavía impactada por la experiencia, el domingo siguiente leí
en el diario El País un artículo firmado por el escritor Rafael Sánchez
Ferlosio titulado “Patrimonio de la Humanidad" en el que exponía con
argumentos bastante sólidos su rechazo y abominación por la tauromaquia.
Pero claro, hablar de los toros en España es como mostrar la
soga en la casa del ahorcado. Por eso a la semana siguiente y haciendo gala de
una enorme equidad editorial, El País publicó esta vez un artículo en defensa
de la gran Fiesta Nacional, escrita nada más y nada menos que por el mismísimo
Premio Nóbel, Mario Vargas Llosa, titulado “La “barbarie” taurina”. Una
apasionada defensa de los toros y un cuestionamiento a los argumentos expuestos
por Sánchez Ferlosio.
Por suerte había guardado el artículo y volví a releerlo. Y
mientras éste me siguió pareciendo actual y contundente, el de Vargas Llosa -a
pesar de estar escrito brillantemente- me pareció débil.
Porque lo más interesante del texto de Sánchez Ferlosio es
que su crítica no se centra en la defensa de los animales, ni en el valor
histórico que los toros representan. Su descargo hace foco en el hombre. En esa actitud arrogante
y soberbia del torero frente al toro, en esa pelea que descaradamente no es de
igual a igual. En la que hay ventajismo, se manipula, se debilita y se hiere al
contrincante. Y además, se celebra. Por eso termina su texto de manera tan
rotunda: “Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de una vez no es por
compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”
Por su parte Vargas
Llosa transita otros argumentos. Reconoce la violencia del espectáculo taurino
pero considera que prohibirlo, sería “un atropello a la libertad no menor que
la censura de prensa, de libros y de ideas”. A pesar de esta comparación, extrema por demás, lo que Vargas
Llosa sabe (al igual que lo sabemos todos los que hemos ido a una plaza de
toros), es que haya o no prohibición, la tauromaquia tiene sus horas contadas.
Que cada día el toreo va perdiendo más adeptos y que de manera vertiginosa se
va convirtiendo en una atracción marginal y poco rentable, para gente de otra
época. Porque las plazas de toro
sobreviven gracias a la oleada de turistas curiosos que van por única vez y que
terminan huyendo ante algo que no se puede entender cómo sigue existiendo.
Y eso no tiene que
ver con libertad. Tiene más que ver con que el mundo cambió. Porque a pesar de
tanto arte y tanta parafernalia, la crueldad del toreo es inocultable. Y cada
vez somos más los que no la toleramos. Aunque nos la quieran vender como muy
poética. Porque finalmente después de una tarde de toros, uno termina
experimentando ese extraño y difícil sentimiento que Sánchez Ferlosio describe en su artículo y que no es otra
cosa que vergüenza de los hombres.