martes, 1 de septiembre de 2020

El regalo más grande.

      Foto tomada por @charlysarti en el Antiguo Cementerio Judío de Berlín

 Mi papá siempre me hizo hermosos regalos. Cuando viajaba, algo que hacía con mucha frecuencia, me traía de todo. Era como una especie de Navidad que vivía a destiempo, porque además siempre acertaba con mis gustos y  con las tallas. Todo me quedaba perfecto.

Los regalos de cumple también eran importantes. Me acuerdo que para mis siete años,  me regaló un semanario. 7 pulseras iguales de oro reluciente, que cada una representaba un día de la semana. Lisas, minimalistas. sin arabescos, ni adornos. Las amé profundamente.

Pero el regalo más significativo de todos, me lo dio a los 18 años:  una estrella de David. Yo que fui bautizada, confirmada y que a los 8 años hice mi Primera Comunión imbuida del más profundo sentimiento católico, recibía 12 años después, una infinitamente deseada estrella de David de manos de mi papá.

Con la aprobación de mi abuela Catalina y de toda su familia, mi papá se convirtió para casarse con mi mamá por la iglesia. Creo que también lo hizo para que sus futuros hijos, fueran criados bajo el manto de la religión católica. Una medida preventiva, absolutamente comprensible proviniendo de una familia que, gracias a todas las fuerzas cósmicas,  pudo huir en 1939 de la Alemania nazi y salvarse del horror.

Como a partir de mis 12 años,  comencé a recriminarle  el por qué no había sido criada bajo la religión judía. Nunca me habló de lo complicado que se vuelve el asunto teniendo una madre católica,  pero durante mucho tiempo  sentí que se me había negado una cultura y una tradición que deseaba fervorosamente abrazar.

Entonces que mi papá al cumplir mi mayoría de edad me regalara una estrella de David, era como si finalmente me reconociera como una igual a él. Tan judía como él.

Desde ese día la estrella de David me acompañó siempre. Y adquirió más valor cuando mucho tiempo después de ese regalo, mi papá me hizo una reveladora confesión:
-No quise que vivieras  ni un solo segundo lo que yo viví por ser judío.

Fue solo eso.  Algo muy corto. Pero bastó para que yo vislumbrara el dolor tan inmenso que vivió él y toda su familia por practicar la religión “equivocada”. Y también, para comprobar su infinito  amor.

Después de muchos años, en Buenos Aires, unos ladrones entraron en nuestra casa. Me robaron las joyas. Entre ellas mi semanario y mi estrella de David. Pero el mayor regalo de mi papá nadie me lo puede robar.

 




 

No hay comentarios:

Publicar un comentario