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miércoles, 25 de mayo de 2011

Elogio de la lentitud

Cuando cumplí 7 años mi prima Ruth me regaló un libro increíble “Historia de las religiones orientales”, un regalo bastante bizarro para esa edad en la que uno anda en otra cosa. Pero lo cierto es que ese libro me cambió la vida. Tanto que a partir de ahí quise tener otro nombre. En vez del soso, pacato y bíblico “Ana María”, quise que me llamaran “Shiva”, como el dios de la trinidad hindú.

No fue fácil. La muchacha que trabajaba en mi casa me decía muerta de la risa, chiva, chiva. Mi mamá para llevarme la corriente, chivita. Y mi papá bueno, sencillamente misión imposible.

¡Con lo sugestivo que era ese nombre! Shhhiiiva: así, medio arrastradito. Exótico, misterioso y hasta sensual. Pero no, todos lo confundieron con ese animal díscolo y terco… Lo que es el desconocimiento.

Pasó el tiempo y en lo más profundo de la secundaria, en una clase de inglés, encontré mi nueva identidad: “Slowly”. “Por favor de ahora en adelante quiero que me llamen así: S-low-ly. Muy lentamente, si es posible”. “¿Qué? ¿Qué te llamemos Slowly? ¿Te volviste loca?”. Fue peor que con Shiva. Tener de nombre un adverbio era demasiado.

Ya más grande, descubrí el sobrio “Saba”. Saba Salomón. Lindísima la conjunción de dos protagonistas de la Torah. Tanto me gustó, que en mi primera dirección de correo electrónico allá por los 90, fui sabasalomon, como un íntimo homenaje a ese antiguo y secreto deseo de cambiarme el nombre.

Sin embargo, con los años descubrí que de los 3 intentos, el que más va conmigo es definitivamente Slowly. Sí, soy lenta. Y en estas épocas de digestión inmediata, de internet ultrarápido, de respuestas al toque y agilidad mental prodigiosa, yo me quedo rezagada como en la fábula de la tortuga y el conejo.

Problema gigantesco si los hay, sobre todo en un año tan movidito como éste. En enero, por ejemplo, yo estaba muy preocupada por el calendario maya y si la cosa terminaba este 21 de diciembre o cuándo exactamente. Y mientras estaba en esas, apareció acaparándolo todo “la primavera del Magreb” y los egipcios mandándose mensajes de texto para sacar a Mubarak. “ Ah qué sorpresa. Qué cantidad de Blackberrrys hay en Egipto” pensé (y creo que no fui la única)

Todavía sin recuperarme de la onda expansiva del fenómeno árabe y al día siguiente de mi cumple número 50, se nos movió el piso a todos con el terremoto de Japón. Y de ahí en más, una catarata de hechos funestos. El tsunami, la planta de Fukushima y dos semanas al borde de una catástrofe de dimensiones impensadas. Vientos en contra y economía a borde del precipicio. Pero no. Los vientos se fueron para otro lado, sabe dios dónde. Y la economía siguió igual.

Entonces, casi de inmediato vino la seguidilla más curiosa: el combo boda real, beatificación papal y muerte de Bin Laden. Trilogía extraña, si las hay. Y apenas recuperándome de tanto bombazo informativo, el escándalo Strauss Khan, la infidelidad de Schwarzenegger y como para cerrar con broche de oro, la "Spanish Revolution" o la “primavera española”, muy indignada, pero muy civilizada.

Y así, en esa secuencia de pensamiento y como al pasar, me vino a la memoria la imagen terrible del joven tunecino que se prendió fuego allá a finales del 2010 y que fue como la bala que disparó la rebelión en Túnez y el prólogo de lo que sucedió luego en Egipto. ¿Y Gadafi? ¿Y Siria? ¿Y los escándalos de Berlusconi? ¿Y Vargas Llosa apoyando a Humala? ... Definitivamente, demasiado fast food como para que una Slowly pueda digerirlo.