Lo primero que me mató al llegar a Buenos Aires fue el tono imperativo de los
verbos. Yo que venía del “mi amor” acompañado de cualquier verbo en
subjuntivo, es decir invitando a mi interlocutor a algo probable, llegué al
universo de los mandatos: vení, sentate, andate, pagá....
Me parecieron tan ásperos los porteños. Extrañaba el tono afectuoso del Caribe, el contacto físico, el ají dulce. Puesta a extrañar, extrañaba todo.
Al año volví de vacaciones a Caracas. Y al regreso, otra vez la nostalgia enorme. A mis amigos, a la familia, a los sabores, a los colores.
Pero como dijo Woody Allen, el corazón es un órgano muy flexible. Y a los dos años, cuando de nuevo fui a Caracas en busca del elixir de la felicidad, algo pasó.
Estaba en un maravilloso coctel en la terraza del Museo de Arte Contemporáneo, en el atardecer. Desde esa terraza contemplaba San Agustín, la autopista y a pesar de que no era la mejor vista, la belleza de Caracas superaba esos detalles menores. Tal vez fuera el color del trópico que es muy generoso. Y yo estaba allí, envuelta en esa luz mágica, con una copa de vino blanco en la mano, hablando con mis amigos. Feliz.
De repente sentí un enorme cansancio y me dieron ganas de volver a mi casa. Y la casa que visualicé fue mi departamento en Buenos Aires. Me quedé helada.
Después de dos años, finalmente me había ido de Venezuela. Y mi estómago, o mi corazón o mi cerebro, o todos juntos, lo supieron antes que yo. A partir de ese momento empecé a sentir lo que es ser una extranjera en mi propio país. Para ser honesta, no me gustó. Pero esa sensación también me dio la libertad y la certeza de poder crear mi casa en cualquier lugar del mundo donde quisiera hacerlo. Y ahora gracias a esa rotunda certeza, tengo unas alas enormes.
Me parecieron tan ásperos los porteños. Extrañaba el tono afectuoso del Caribe, el contacto físico, el ají dulce. Puesta a extrañar, extrañaba todo.
Al año volví de vacaciones a Caracas. Y al regreso, otra vez la nostalgia enorme. A mis amigos, a la familia, a los sabores, a los colores.
Pero como dijo Woody Allen, el corazón es un órgano muy flexible. Y a los dos años, cuando de nuevo fui a Caracas en busca del elixir de la felicidad, algo pasó.
Estaba en un maravilloso coctel en la terraza del Museo de Arte Contemporáneo, en el atardecer. Desde esa terraza contemplaba San Agustín, la autopista y a pesar de que no era la mejor vista, la belleza de Caracas superaba esos detalles menores. Tal vez fuera el color del trópico que es muy generoso. Y yo estaba allí, envuelta en esa luz mágica, con una copa de vino blanco en la mano, hablando con mis amigos. Feliz.
De repente sentí un enorme cansancio y me dieron ganas de volver a mi casa. Y la casa que visualicé fue mi departamento en Buenos Aires. Me quedé helada.
Después de dos años, finalmente me había ido de Venezuela. Y mi estómago, o mi corazón o mi cerebro, o todos juntos, lo supieron antes que yo. A partir de ese momento empecé a sentir lo que es ser una extranjera en mi propio país. Para ser honesta, no me gustó. Pero esa sensación también me dio la libertad y la certeza de poder crear mi casa en cualquier lugar del mundo donde quisiera hacerlo. Y ahora gracias a esa rotunda certeza, tengo unas alas enormes.