miércoles, 20 de mayo de 2020

El Bosco y el encanto de las historias bizarras.



En el documental sobre El Bosco "El jardín de los sueños"el ensayista Cees Noteboom habla de la fascinación que ha ejercido la obra del Bosco, que se remonta muchos años antes de la Revolución Francesa y se mantuvo después de ella, del marxismo, e incluso después de Auschwitz... Antes y después de muchos horrores, El Jardín de las Delicias sigue silenciosamente, invitándonos a "pensar lo impensable". Ejerciendo su poder de seducción igual y con la misma fuerza con la que cautivó a Felipe II que lo quizo en su cuarto real, para que lo acompañara en su lecho de muerte.

Luego en una conferencia en el Prado, le escuché decir a Pilar Silva, comisaria de la exposición por los 500 años  de su nacimiento, que específicamente en "El Jardín de las Delicias" El Bosco pintó lo que pintó  para enseñarnos algo, para que nos diéramos cuenta del horror de los desenfrenos de la carne en el Purgatorio y hacia dónde nos conducían tales desenfrenos.

Y reconoció Silva, no sin una cuota de humor, que a pesar de su enorme esfuerzo moralizante, el Bosco describió tan bien y tan detalladamente el purgatorio, que a la mayoría nos ha importado muy poco a dónde nos pudiese llevar. Y parece que siempre sucedió igual. Nos atrae la locura, la sinrazón y el caos. 

Lo bizarro y lo oscuro, la guerra y el conflicto, la anarquía y el desorden parecieran triunfar  con más facilidad que la paz. 

Lamentablemente para muchos, la paz es aburrida.

Los sinsabores del desarraigo o dónde está mi casa. (Segunda Parte de la Segunda Pre Diáspora)




Lo primero que me mató al llegar a Buenos Aires fue el tono imperativo de los verbos. Yo que venía del “mi amor” acompañado de cualquier verbo en subjuntivo, es decir invitando a mi interlocutor a algo probable, llegué al universo de los mandatos: vení, sentate, andate, pagá.... 

Me parecieron tan ásperos los porteños. Extrañaba el tono afectuoso del Caribe, el contacto físico, el ají dulce. Puesta a extrañar, extrañaba todo. 

Al año volví de vacaciones a Caracas. Y al regreso, otra vez la nostalgia enorme. A mis amigos, a la familia, a los sabores, a los colores. 

Pero como dijo Woody Allen, el corazón es un órgano muy flexible. Y a los dos años, cuando de nuevo fui a Caracas en busca del elixir de la felicidad, algo pasó.

Estaba en un maravilloso coctel en la terraza del Museo de Arte Contemporáneo, en el atardecer. Desde esa terraza contemplaba San Agustín, la autopista y a pesar de que no era la mejor vista, la belleza de Caracas superaba esos detalles menores. Tal vez fuera el color del trópico que es muy generoso. Y yo estaba allí, envuelta en esa luz mágica, con una copa de vino blanco en la mano, hablando con mis amigos. Feliz. 



De repente sentí un enorme cansancio y me dieron ganas de volver a mi casa. Y la casa que visualicé fue mi departamento en Buenos Aires. Me quedé helada.

Después de dos años, finalmente me había ido de Venezuela. Y mi estómago, o mi corazón o mi cerebro, o todos juntos, lo supieron antes que yo. A partir de ese momento empecé a sentir lo que es ser una extranjera en mi propio país. Para ser honesta, no me gustó. Pero esa sensación también me dio la libertad y la certeza de poder crear mi casa en cualquier lugar del mundo donde quisiera hacerlo. Y ahora gracias a esa rotunda certeza, tengo unas alas enormes.

sábado, 16 de mayo de 2020

La Segunda Oleada de la Pre - Diáspora






Digamos que, por decir algo, yo soy hija del Pacto de Puntofijo. 

Nací 3 años después del 23 de Enero de 1958 y dos meses después de la Constitución de 1961.

Viví muchos de los vaivenes de la 4ta República…

Viví la alternancia AD-Copey. Viví la euforia petrolera y las hombreras de Carlos Andrés. El Nuevo Dorado de Puerto Ordaz. La nacionalización del petróleo. Los arbolitos de Navidad importados de Canadá. La Venezuela Saudita…

Viví la legendaria devaluación de Luis Herrera, el Viernes Negro. El auge de las galerías de arte. Lusinchi, Blanca Ibáñez…. Y de nuevo Carlos Andrés. El Caracazo. El “por ahora” de Chávez. Y el gobierno de transición de Ramón J. Velázquez. Hasta ahí llegué….


Mi historia personal de Venezuela se acabó  en Octubre de 1993, cuando partí rumbo a Buenos Aires, convencida de que al año siguiente estaría de regreso en mi amado país. De eso, hace casi ya 30 años.
 

Y digo también, por decir algo, que formé parte de la Segunda Oleada de la Pre Diáspora. La primera se vivió a mediados de los ochenta con la compulsión de Miami y el famoso “dame dos”…. Ahí se fueron un montón de venezolanos. 

Creo que fue a finales de los ochenta cuando vino la Segunda Oleada… Esta tenía otros matices, con respecto a la primera pre diáspora… Ya no era tanto el amor desmesurado por Miami, sino la necesidad de vivir nuevas experiencias en ciudades más ciudades que Caracas. Entonces, muchos de mis conocidos se mudaron a Nueva York, otros a Chicago, a San Francisco…
 

Yo pertenezco a esa segunda oleada. Y no porque quisiera irme de Venezuela. Nada más lejos de mi. Sino porque a Carlos le ofrecieron trabajo en Buenos Aires y mi adorado papá se alegró muchísimo por esa oportunidad que nos ofrecía la vida…. Así que el 24 de Octubre de 1993 junto con mi mamá, Mabel, y Gabriel partimos para Argentina. De alguna manera la muerte repentina de mi papá  me hizo fácil la transición. Algo más fuerte que los dos nos separó.  Y mi mamá se vino conmigo.
 

En uno de los primeros viajes a Caracas, una tarde coincidí con Nestor Caballero y me llevó a  la Librería del Ateneo. Allí me recomendó especialmente un libro “El País según Cabrujas”.  Sus artículos semanales publicados en el Diario de Caracas de 1991 a 1992. Es decir, los últimos años de mi vida en Venezuela.
 

Desde ese día de la Librería del  Ateneo, el libro de Cabrujas me ha acompañado. Es mi Biblia. Y aquí lo tengo a mi lado. Cuando yo no sé hacia dónde voy…. Cuando la realidad me supera, vuelvo a las páginas de ese libro. Me dicen de dónde vengo. Quién era. Cómo era el país que yo viví.  Y  eso me da un poco de tranquilidad. 

lunes, 20 de mayo de 2019

Como perros y gatos (pero los de antes)


 Muchas cosas han cambiado en estos últimos 10, 20, 30 años. . Pero en estos  días he tomado conciencia de un cambio actitudinal muy notorio,  que sin embargo creo que  para la gran mayoría es absolutamente normal. Y es el comportamiento que tienen de un tiempo a esta parte los perros con los gatos y los gatos con los perros. Qué relaciones más armónicas. Qué buen rollo. Qué felicidad compartida...

No sé, en verdad que estoy muy confundida con el asunto, porque cuando yo era chiquita allá en la remota Caracas, los perros se llevaban fatal con los gatos y viceversa. Eran unas peleas infernales, acompañadas de unos alaridos escalofriantes, tanto de las mascotas como de sus dueños....
Y eso, parece que  ha cambiado sustancialmente.

No es que me encanten las peleas, ni abogo por el odio infinito... Nada más lejos de mi... Pero qué pasó? Cuándo cambió el paradigma? Será que este pasado enfrentamiento fue un subproducto de la guerra fría?  O tal vez un efecto muy colateral y subliminal del famoso  ¨divide y vencerás¨, en versión caribeña?

No sé, pero  como aparentemente ya, ni lo uno ni lo otro tienen efecto, pues dejemos la farsa , habrán pensado las mascotas, y volvamos a la normalidad. Es decir, a las buenas, pacíficas y normales relaciones, donde nadie quiere ni vencer, ni dominar, ni morder, ni arañar al otro...

Reconozco que también he llegado a pensar que esta armonía es más bien una ¨fake news¨ producto de facebookeros solitarios o de instagrameros hippies, que nos quieren vender una versión agiornada del ¨peace and love¨sesentero....

Sea lo que sea, celebro esta extraña paz mascotil, que se extiende a pajaritos, tortugas, lagartijas y hasta caimanes que de un tiempo a esta parte se han vuelto , digámoslo de alguna manera, muy ¨human friendly. ¨Y eso, como vienen las cosas,  se agradece.



lunes, 1 de diciembre de 2014

El cielo sobre Gubbio

Hace más de 10 años unos queridos amigos decidieron cortar con la vida en la ciudad y se fueron al medio de la campiña italiana a sacar adelante un proyecto personal, en la punta de una montaña. Visitarlos y convivir unos días con ellos, es siempre una experiencia increíble, llena de aprendizajes…  Y esta ocasión no fue la excepción, sólo que esta vez me llamó la atención algo bastante común para los que viven en la campiña y que para mí fue un asombroso  descubrimiento: el cielo.

Cuando al segundo día paró de llover y la mañana nos regaló un delicado sol de otoño, me sorprendí viendo un cielo que tenía mucho tiempo que no veía. Es decir,  vi un cielo real. Un cielo con nubes gorditas, con profundidad, peso específico y personalidad. Hacía tanto tiempo que no veía un cielo así… 

¿Qué cómo es el cielo que veo todos los días? Es una cosa extraña. Puede que amanezca muy azul… pero ya en la mañana temprano cientos de rayas larguísimas y blancas comienzan a diseñar una geometría que pareciera diseñada por un Mondríán trasnochado y caprichoso. Un cielo muy pero muy lejos de aquellos cielos con nubes, con los que yo me entretenía cuando era pequeña y que de nuevo volví a ver en Gubbio.

El cielo que yo veo ahora levanta sospechas. Invita a tejer suspicacias. El azul se esconde detrás de esas rayas que comienzan como a derretirse , cubriéndolo todo de un velo blancuzco, que se interpone entre nosotros y el cielo real. Y claro, en este cielo urbano, no hay formas, ni nubes gorditas ni nada. Sólo un manto lechoso, que transforma todo en un día de nubes tristísimas

Que lo hacen para protegernos de los rayos ultravioletas o de los cambios climáticos. Que es un proyecto de quién sabe qué para adormecernos o estupidizarnos…Que son virus que esparcen en el aire…. Cientos de conjeturas y teorías conspiratorias… Pero lo que yo añoro es ese otro cielo, ese donde suceden cosas interesantes, parafraseando a Cortázar. Porque si está claro que el cielo no es para todo el mundo, éste que vemos con los ojos, el que sólo hace falta levantar la cabeza para mirarlo y constatar que está allí, ese, muy calladamente y como sin que nadie se dé cuenta, alguien, no sé quién, nos lo está quitando. 

jueves, 13 de febrero de 2014

La otra Maga

Te comencé a llamar así muchos años después de leer Rayuela. Evidentemente no eras como la Maga cortazariana. No le escribías cartas a Rocamadur. Ni vivías en París. Pero no hizo falta. Tu fuiste una maga por tu enorme corazón y tu fortaleza infinita.

Cuando pequeña, fuiste "mi prima salvajesta"
porque a las dos nos gustaba la lucha libre. Luego con los años, me encantaban las historias que me contabas de gente que yo ni conocía. Daba igual. Lo que me fascinaba era esa forma tan tuya de gesticular, de crear tensión, de mirarme, mientras fumabas o te arreglabas el pelo. Disfrutabas con mis preguntas, te reías, hacías acotaciones. Eras para mí como una especie de Sherezade andina, incorrectísima, punzante y corrosiva.

Fuiste la sobrina preferida de mi tía Erika. Eras tan indómita como ella. Y esa extraña mezcla, esa personalidad tuya, avasalladora y humilde también me sedujo a mi. Por esa energía que tenías,
esa honestidad a prueba de balas y esa increíble integridad con la que viviste siempre.

En este mundo de fantoches e incoherentes. De falsos y acomodaticios, tú fuiste una rara avis. Una persona íntegra y genuina. Diáfana y rotunda. Sin parapetos. Y para mi fortuna además, mi prima amada.

domingo, 19 de enero de 2014

Chivo que se devuelve...

Creo que primero vino la sabiduría popular y luego apareció en los libros de autoayuda. 

Una de las cosas más tóxicas que uno puede llegar a hacer, es tomar una decisión y luego arrepentirse. Yo, experta en arrepentimientos postreros, creo que a finales del año pasado aprendí la lección.
Me comprometí a ir a un lugar. Llegué. Hice una rápida y prejuiciada evaluación del mismo y decidí devolverme. Cuando salí nuevamente del metro, me di cuenta del error. Supe que detrás de esa reacción había muchas cosas... Media hora después, me esguincé un tobillo. 

Tal vez fue la influencia de Mercurio, que cuando está retrógrado nos manda aplastantes lecciones. Pero las reminiscencias de las lecturas de Osho, Coelho, Bucay, Chopra y tantos otros, me trajeron a la memoria una verdad tan simple como contundente: tomar una decisión y no creer en ella nos hace daño.
En mi caso, devolverme me costó un esguince... Y corrí con suerte. Porque de acuerdo al dicho popular de mi país, otros se "esnucan"