lunes, 13 de julio de 2020

Reparaciones

    Foto: Juan R. Velasco

   A mi prima Gisela por su ayuda.

Conchita  se quedó en Caracas en el geriátrico de las monjitas en Montalbán. No la querían mucho porque Conchita siempre tuvo un carácter muy difícil y porque además le encantaba el chisme. De hecho, fue un chisme lo que la expulsó, cual Eva del Paraíso.

Conchita me dijo cuando yo tendría algo así como 4 años, que a Cristo lo mataron los judíos. Y yo fui y se lo dije a mi papá, tal vez llevada por esa intuición tan femenina que me hizo sospechar que algo tendría que ver mi papá con los judíos.

En menos de 24 horas, Conchita se fue de casa. Allí empezó su peregrinaje que la llevó finalmente al geriátrico de las monjitas.

Pasó muchos años en una habitación alquilada en la casa de una “Hija de María” que a su vez tenía un hijo muy terrenal miembro de “Tradición, Familia y Propiedad”.

Conchita lo pasó fatal en esa tan católica casa. La saña y el maltrato del que fue víctima por parte del miembro del TFP fueron permanentes y muy humillantes. Hasta que un día no pudo más y se fue al geriátrico de las monjitas.
Muy católicas y muy pías, las monjitas tampoco se portaron bien con ella.

Conchita fue siempre una niñita asustada atrapada en el cuerpo de una adulta. Mi mamá me contó que su prima fue criada en Guiria de una manera muy extraña. Entre otras cosas, su mamá la alimentaba exclusivamente con papillas, porque supuestamente tenía los dientes blandos. Empezó a comer sólido cuando a los 20 años quedó huérfana y se mudó a Caracas con sus tíos, mis abuelitos. Todavía hoy no entiendo cómo tan pocas personas sintieron compasión por ella. Cómo no pudieron ver lo que era tan evidente…

Conchita  murió en el geriátrico. Y las monjitas ni siquiera se  molestaron en avisarle a mi prima que vive en Caracas de su fallecimiento. Nos enteramos dos meses después.

Y cómo murió? De qué murió? Las monjitas no dieron respuesta. Solo le dijeron que la enterraron en una fosa común en “La Peste”, el lugar más sórdido del Cementerio del Sur.

Viajé a Caracas y un viernes por la tarde con mi prima y su ayudante Oscarcito, fuimos al Cementerio para encontrar a Conchita y enterrarla con mis abuelos.

Ir  a “La Peste” fue como adentrarnos en el infierno del Dante,  pero en vez de descender, ascendimos, pues el cementerio del sur está a los pies de una montaña. “La Peste” esta justo en la cima . Dos camiones de sepultureros nos escoltaron, sin entender  qué hacíamos ahí, queriendo encontrar a alguien en  ese lugar horrible.

Cuando finalmente llegamos, el líder de los sepultureros nos pidió dos cosas: que permaneciéramos en el auto y que le describiéramos a la fallecida, para empezar a buscarla entre bolsas de basura y ataúdes de cartón, llenos de restos humanos. El hombre estaba muy optimista porque con apenas dos meses de muerta, sería fácil identificarla. No fue así.

Describí como 15 veces que era una señora mayor, blanca flaquita, de pelo negro… El sepulturero como que no registraba lo que yo le decía y volvía al auto con preguntas como… ¿tenía bigotes?, ¿era joven?…

Después de muchos intentos, resignado, el hombre me pidió que me bajara para agilizar la búsqueda y comprobé por el olor insoportable por qué a ese lugar lo llamaban “La Peste”. Tuve que asomarme a 4 o 5 ataúdes. Ninguno era Conchita. Uno de sus ayudantes trajo un destartalado ataúd de madera. Había allí una mujer mayor con un vestido de flores. Ese vestido me recordó a mi mamá.. No sé si esa mujer era Conchita, podría serlo. O no. Pero en ese momento comprendí que tenía que terminar con ese ritual delirante.

Descendimos a la civilización… Buscamos la tumba de mis abuelos. Enterramos a Conchita. O a otra, no sé.  A esas alturas de la tarde era ya un detalle menor. El líder de los sepultureros nos ofreció un trago de ron de la botella que compartía con sus compañeros. Lo acepté infinitamente agradecida.

Creo que cuando salimos del cementerio Gisela, Oscarcito y yo nos sentimos extrañamente felices de estar vivos. Para recomponernos y de alguna manera volver a la normalidad,  mi prima nos invitó a comer cachapas y batidos. Lo que yo más quería. Pero no sirvió de nada. Terminé a las horas, vomitándolo todo.

martes, 16 de junio de 2020

La muerte de Afrodita


A veces la vida es muy generosa y nos da  la oportunidad de enderezar entuertos emocionales. De esa generosidad me di cuenta  algún tiempo después de la muerte de Afrodita.

Afrodita se murió en mi mano mientras la revisaba. Estaba enferma. Tenía los párpados muy inflamados. Y esa mañana en mi mano, vi cómo al abrir su boca de manera extraña, lanzó un profundo estertor de dolor y ya.  Afrodita  se quedó tiesa. Había sufrido un infarto fulminante.

La enterramos con todos los honores en una de las hermosas plantas de nuestra terraza mexicana. De inmediato corrimos a la tienda de mascotas en busca de un nuevo compañero para Aquiles. Presentíamos que sin Afrodita, Aquiles podría morir pronto de tristeza o de aburrimiento.

Por suerte la tienda de mascotas quedaba cerca y el reemplazo  de Afrodita se llamó Maximus. Una tortuga de agua bastante grande para el tamaño promedio de esos animalitos.

Qué alivio. En menos de 24 horas, restituido el orden de las cosas. Un poco de pena por Afrodita,  pero bueno, cariño tuvo hasta que exhaló su último suspiro.

Con el tiempo, Aquiles, el fuerte Aquiles también enfermó. Se le hincharon los párpados y los ojitos se le empezaron a cerrar.

Esta vez, tomamos cartas en el asunto. Aquiles no iba a tener el mismo final trágico de Afrodita. Nos pusimos a buscar en la enormidad de Ciudad de México  una veterinaria especializada en tortugas. Y gracias a Dios la encontramos.

Lupita no era veterinaria. Era periodista. Pero de tanto rescatar animales abandonados en el DF se especializó en salvar pájaros, culebras, cocodrilos, tortugas… De hecho nos encontramos con ella en una tienda de mascotas llevando a su casa una enorme cacatúa que se arrancaba las plumas de su increíble cresta.
-Claro, la dejaron sola y se hace daño. Nos dijo Lupita.
Ella sabía cómo salvarla.

Lupita nos pidió que le lleváramos las dos tortugas y le  contamos la triste historia de Afrodita, Nos corroboró su infarto y nos habló de la enfermedad que la mató y que estaba comenzando a padecer Aquiles y tal vez hasta el propio Maximus: Avitaminosis. Se les hinchan los párpados. Y ante la imposibilidad de ver, muchas  tortugas se deprimen a tal punto que se suicidan. 

-Se suicidan ?
-Sí. Se dan vuelta y dejan de respirar. 

Otras, mueren de un infarto.

Aquiles y su amigo Maximus se hospitalizaron en la casa de Lupita con una sola condición: que los visitáramos mientras durara el tratamiento.  Así hicimos. Todos los domingos atravesábamos el DF para ver la recuperación  de Aquiles y el crecimiento exponencial de Maximus.

Finalmente Aquiles y Maximus fueron dados de alta. Lupita nos explicó cómo cuidarlos. Qué darles de comer y qué no. La temperatura del agua. Todo, absolutamente todo para que nuestras tortugas fueran felices.

Y fueron muy felices y crecieron muchísimo y de tan agradecidas que estaban por su nueva vida, desarrollaron conductas más cercanas a perritos que a tortugas. En fin, las tortugas son muy raras….

Lupita también fue feliz. La ultima vez que la vimos nos comentó que se iba a Estados Unidos contratada por una compañía muy importante.  La protectora de las mascotas extrañas se fue de México.  Al poco tiempo nosotros también nos fuimos. 

Aquiles y Maximus también dejaron el DF  y se fueron a Michoacán con Fausta, previo juramento de que los dos morirían de viejos, tranquilos en su pecera y no convertidos en un  pastel de tortuga.

lunes, 1 de junio de 2020

Erundina y el miedo



Durante unos años quise ser una señora cheta, o pija, o fresa. Pero nada. No lo pude lograr. Aunque reconozco que estuve muy cerca de alcanzar el objetivo.

Regresamos a Buenos Aires y fuimos a vivir a un piso. No a un departamento. A un piso con ascensor privado, en medio del barrio de  Belgrano. Qué glamour y qué derroche de elegancia me había tocado en suerte.

El piso era, como le corresponde a cualquier piso que se precie de tal, un piso enorme, con unas vistas increíbles. Unos espacios gigantes. Luz a raudales. Felicidad plena.

Y el ascensor… El ascensor dorado estaba lleno de espejos y podía verme desde todos los ángulos posibles. Además  subía y bajaba los 12 pisos muy relajada porque siempre estaba en la entrada o un vigilante o el portero.  Es decir, ante cualquier posible eventualidad, alguien, de manera diligente vendría en mi auxilio… Qué más podría pedir una claustrofóbica como yo? El cielo, en forma de ascensor.

En ese paraíso terrenal, había un lugar que me causaba cierta inquietud. El cuarto de servicio no me gustaba. Había solo un viejo armario, pero algo andaba mal allí. Me sentía incómoda.

Una mañana, de pasada para prepararme el desayuno la vi en ese cuarto. Estaba sentada al borde de una cama poniéndose unas botas. No me vio. Yo sí. Y el grito se escuchó en todo el edificio.

“Un fantasma en el cuarto de servicio? Impensable Ana” me dijo Carlos… “Tal vez estabas muy dormida. Y lo soñaste. O te lo imaginaste”. Tal vez. Pero no.

A partir de ahí, mi paraíso terrenal se convirtió en otra cosa. La presencia de esa mujer, descolocó completamente mis intenciones  de los primeros meses.

Sentía su presencia. Me miraba. Estaba allí y  me lo hacía saber. Llamaba mi atención. Hasta que llegó un punto en que no pude más con mi miedo.

Lo hablé con el portero que llevaba trabajando allí más de 30 años. Y cuando le conté  mi experiencia en el cuarto de servicio me relató la historia.

Erundina que así se llamaba, murió en ese cuarto. Sola. Su cuñado y su hermana, los dueños del piso, murieron muchos años antes.  Los familiares lejanos la enterraron de inmediato. El piso se cerró. Y después de un tiempo, se volvió a abrir para nosotros.

Pero, por qué la veía yo y nadie más? Mi homeópata me dio la respuesta. Ella tiene miedo y tú también. El miedo te permite verla. Ella quiere aferrarse a la vida, pero tiene que partir. Y te ha elegido a ti  para hacerlo.

Pasó el tiempo y una tarde de nuevo  la sentí a mi lado. Esta vez no tuve miedo. Le hablé. Un calor extraño recorrió todo mi cuerpo y se fue apagando lentamente. Respiré aliviada. Erundina se había ido. Ella  se liberó y yo también.



jueves, 28 de mayo de 2020

Patria




Después de muchos años de negarme en rotundo, finalmente en Ciudad de México obtuve la nacionalidad alemana. No tuve que renunciar a mi nacionalidad venezolana, pero tener un pasaporte alemán, era como jugar en las ligas mayores. 

Así que con mi nuevo pasaporte en la mano me sentí sumamente feliz. Sin embargo había algo que ensombrecía mi felicidad. No sabía hablar alemán. Y cómo podría ser alemana si no dominaba el idioma? 

La vida me escuchó y en menos de tres meses, estaba en Buenos Aires sentada en un pupitre, comprometida hasta los huesos con la lengua de Goethe...

Pero una cosa son los deseos y otra muy distinta, la realidad.


Pasé 4 años en el intento. Leer, leía. Entender, entendía. Pero organizar mi cerebro para poner el verbo al final, se me hacía muy cuesta arriba. Tardaba infinitos minutos en construir una frase. En responder. 

Escribí cartas en alemán a mi familia que nunca envié. Leí ávidamente Der Spiegel y Bunte. Escuché a los Beatles en su época de Hamburgo. Ví “La caída” con subtítulos en alemán y nada. El idioma se me escapaba del cerebro.

Pero en una clase en que leíamos testimonios sobre la caída del muro y la reunificación alemana sucedió el milagro, cuando el profesor de turno soltó la pregunta:
Qué es la Patria para ustedes?

Luego buscándome con la mirada, personalizó la pregunta:
Qué es la Patria para tí Ana María?
Y ahí viv
  la Epifanía . De inmediato vino Dios y me iluminó. En perfecto alemán y de la manera más natural le dije:

Die Heimat is del Ort, an dem mein Sohn glücklich ist. 

La Patria es el lugar donde mi hijo es feliz.


miércoles, 20 de mayo de 2020

El Bosco y el encanto de las historias bizarras.



En el documental sobre El Bosco "El jardín de los sueños"el ensayista Cees Noteboom habla de la fascinación que ha ejercido la obra del Bosco, que se remonta muchos años antes de la Revolución Francesa y se mantuvo después de ella, del marxismo, e incluso después de Auschwitz... Antes y después de muchos horrores, El Jardín de las Delicias sigue silenciosamente, invitándonos a "pensar lo impensable". Ejerciendo su poder de seducción igual y con la misma fuerza con la que cautivó a Felipe II que lo quizo en su cuarto real, para que lo acompañara en su lecho de muerte.

Luego en una conferencia en el Prado, le escuché decir a Pilar Silva, comisaria de la exposición por los 500 años  de su nacimiento, que específicamente en "El Jardín de las Delicias" El Bosco pintó lo que pintó  para enseñarnos algo, para que nos diéramos cuenta del horror de los desenfrenos de la carne en el Purgatorio y hacia dónde nos conducían tales desenfrenos.

Y reconoció Silva, no sin una cuota de humor, que a pesar de su enorme esfuerzo moralizante, el Bosco describió tan bien y tan detalladamente el purgatorio, que a la mayoría nos ha importado muy poco a dónde nos pudiese llevar. Y parece que siempre sucedió igual. Nos atrae la locura, la sinrazón y el caos. 

Lo bizarro y lo oscuro, la guerra y el conflicto, la anarquía y el desorden parecieran triunfar  con más facilidad que la paz. 

Lamentablemente para muchos, la paz es aburrida.

Los sinsabores del desarraigo o dónde está mi casa. (Segunda Parte de la Segunda Pre Diáspora)




Lo primero que me mató al llegar a Buenos Aires fue el tono imperativo de los verbos. Yo que venía del “mi amor” acompañado de cualquier verbo en subjuntivo, es decir invitando a mi interlocutor a algo probable, llegué al universo de los mandatos: vení, sentate, andate, pagá.... 

Me parecieron tan ásperos los porteños. Extrañaba el tono afectuoso del Caribe, el contacto físico, el ají dulce. Puesta a extrañar, extrañaba todo. 

Al año volví de vacaciones a Caracas. Y al regreso, otra vez la nostalgia enorme. A mis amigos, a la familia, a los sabores, a los colores. 

Pero como dijo Woody Allen, el corazón es un órgano muy flexible. Y a los dos años, cuando de nuevo fui a Caracas en busca del elixir de la felicidad, algo pasó.

Estaba en un maravilloso coctel en la terraza del Museo de Arte Contemporáneo, en el atardecer. Desde esa terraza contemplaba San Agustín, la autopista y a pesar de que no era la mejor vista, la belleza de Caracas superaba esos detalles menores. Tal vez fuera el color del trópico que es muy generoso. Y yo estaba allí, envuelta en esa luz mágica, con una copa de vino blanco en la mano, hablando con mis amigos. Feliz. 



De repente sentí un enorme cansancio y me dieron ganas de volver a mi casa. Y la casa que visualicé fue mi departamento en Buenos Aires. Me quedé helada.

Después de dos años, finalmente me había ido de Venezuela. Y mi estómago, o mi corazón o mi cerebro, o todos juntos, lo supieron antes que yo. A partir de ese momento empecé a sentir lo que es ser una extranjera en mi propio país. Para ser honesta, no me gustó. Pero esa sensación también me dio la libertad y la certeza de poder crear mi casa en cualquier lugar del mundo donde quisiera hacerlo. Y ahora gracias a esa rotunda certeza, tengo unas alas enormes.

sábado, 16 de mayo de 2020

La Segunda Oleada de la Pre - Diáspora






Digamos que, por decir algo, yo soy hija del Pacto de Puntofijo. 

Nací 3 años después del 23 de Enero de 1958 y dos meses después de la Constitución de 1961.

Viví muchos de los vaivenes de la 4ta República…

Viví la alternancia AD-Copey. Viví la euforia petrolera y las hombreras de Carlos Andrés. El Nuevo Dorado de Puerto Ordaz. La nacionalización del petróleo. Los arbolitos de Navidad importados de Canadá. La Venezuela Saudita…

Viví la legendaria devaluación de Luis Herrera, el Viernes Negro. El auge de las galerías de arte. Lusinchi, Blanca Ibáñez…. Y de nuevo Carlos Andrés. El Caracazo. El “por ahora” de Chávez. Y el gobierno de transición de Ramón J. Velázquez. Hasta ahí llegué….


Mi historia personal de Venezuela se acabó  en Octubre de 1993, cuando partí rumbo a Buenos Aires, convencida de que al año siguiente estaría de regreso en mi amado país. De eso, hace casi ya 30 años.
 

Y digo también, por decir algo, que formé parte de la Segunda Oleada de la Pre Diáspora. La primera se vivió a mediados de los ochenta con la compulsión de Miami y el famoso “dame dos”…. Ahí se fueron un montón de venezolanos. 

Creo que fue a finales de los ochenta cuando vino la Segunda Oleada… Esta tenía otros matices, con respecto a la primera pre diáspora… Ya no era tanto el amor desmesurado por Miami, sino la necesidad de vivir nuevas experiencias en ciudades más ciudades que Caracas. Entonces, muchos de mis conocidos se mudaron a Nueva York, otros a Chicago, a San Francisco…
 

Yo pertenezco a esa segunda oleada. Y no porque quisiera irme de Venezuela. Nada más lejos de mi. Sino porque a Carlos le ofrecieron trabajo en Buenos Aires y mi adorado papá se alegró muchísimo por esa oportunidad que nos ofrecía la vida…. Así que el 24 de Octubre de 1993 junto con mi mamá, Mabel, y Gabriel partimos para Argentina. De alguna manera la muerte repentina de mi papá  me hizo fácil la transición. Algo más fuerte que los dos nos separó.  Y mi mamá se vino conmigo.
 

En uno de los primeros viajes a Caracas, una tarde coincidí con Nestor Caballero y me llevó a  la Librería del Ateneo. Allí me recomendó especialmente un libro “El País según Cabrujas”.  Sus artículos semanales publicados en el Diario de Caracas de 1991 a 1992. Es decir, los últimos años de mi vida en Venezuela.
 

Desde ese día de la Librería del  Ateneo, el libro de Cabrujas me ha acompañado. Es mi Biblia. Y aquí lo tengo a mi lado. Cuando yo no sé hacia dónde voy…. Cuando la realidad me supera, vuelvo a las páginas de ese libro. Me dicen de dónde vengo. Quién era. Cómo era el país que yo viví.  Y  eso me da un poco de tranquilidad.